LA PUERTA DE LA FELICIDAD SE ABRE HACIA FUERA

Un anciano mendigo de Venecia, Francisco García, está sentado en el suelo y pide limosna, como hace todos los días del año. Y, como todos los días del año, un jubilado, Luis Spanio, pasa por él y le da 50 céntimos. Luis Spanio tiene una paga de 500 euros, pero aún así consigue medio euro al día para dárselo a ese mendigo.

Llega el mes de agosto y Luis, antes de irse de vacaciones, toma quince euros y se los entrega al mendigo, con esta explicación: «Durante todo el santo mes no nos veremos. Aquí quedan 15 euros, es decir, los 50 céntimos correspondientes a cada día».

El mendigo vacila por un momento y luego tiene esta reacción: «Gracias. Pero mire, para mí 5 euros son suficientes. Los otros 10 los destinarán a esa campaña que están haciendo por ahí en favor de los refugiados de Darfur. Ellos lo necesitan más que yo».

Leí esta noticia en un día de colecta para la lucha contra el Cáncer. Una voluntaria pasaba por entre las mesas de un café, recogiendo las donaciones para tan noble causa. Era una persona mayor, conocida mía, que vive de una pequeña paga. «Hice la colecta de los bomberos – me dijo ella – y ahora ando en ésta, de las ocho de la mañana a las siete de la tarde. También hago el de la Cruz Roja, de la Cáritas, del Corazón, del Reumatismo. En otros días ayudo a una pareja vecina: le lavo la ropa, le preparo la comida. Son más jóvenes que yo, pero parecen tener cien años. ¿Qué vale nuestra vida si no para ayudar a los necesitados?».

Grano a grano, moneda a moneda, estas hormiguitas juntan montones de alegría y de esperanza para muchos seres humanos. Gracias a ellas, muchas obras de beneficencia funcionan y florecen.

En un supermercado me encontré con una de esas bandadas de hormigueos, bulliciosos, casi todos jóvenes y adolescentes: eran voluntarios del Banco de Alimentos contra el Hambre. Daba gusto verlos, con el alegre bullicio de un pájaro, a reunir y transportar las bolsitas de plástico donde los clientes dejaban kilos de masa y arroz, paquetes de mantequilla, litros de leche.

Y me quedé pensando que el encuentro con el mundo nuevo que soñamos no se hace solo de gestos grandiosos, sino también y sobre todo aprovechando las pequeñas y modestas ocasiones diarias.

De hecho, no puedo impedir que mueran cada día millones de niños, víctimas del hambre y de la desnutrición; pero si evito la muerte de al menos una de ellas, en el mundo palpitará un poco más de vida. La mitad de las mujeres del Tercer Mundo sufren de anemia; un pequeño donativo, fruto de la renuncia a un capricho mío, quizás proporcione a una de ellas unas gotas de sangre vigoroso. Cientos de millones de analfabetos pueblan nuestro planeta; quizás yo pueda ayudar a UNICEF a comprar un bolígrafo, un libro y un cuaderno. Sabemos que no se mata solo a tiros o a puñaladas, sino que también se hiere y mata con el insulto, con la frialdad, con la traición; pues bien, yo puedo contraponer diariamente a todo ello pequeños gestos y palabras de ternura, solidaridad, reconciliación y paz.

Y si mi ejemplo tiene un efecto multiplicador, si en mi llama se enciende otra llama, el mundo se volverá más luminoso y más ardiente. «Si todos los hombres y mujeres se dan las manos, harán una rueda de amor alrededor de la tierra. Si todos los marineros alinean sus barcazas, harán un puente sobre el mar».

Nadie diga que no puede ayudar a un ciego a cruzar la calle o alumbrar la cara de una persona triste. Ladrillo a ladrillo, podemos construir un futuro humanamente digno y sostenible para todos.

Y aquí no pienso solo en las diligentes hormiguitas que son esos voluntarios de la Lucha contra el Cáncer o del Banco de Alimentos. Pienso en la incontable legión de licenciados en Economía, en Informática, en Derecho, en Gestión de Empresas, en Biología, en Medicina. Estas licenciaturas a veces no son más que diplomas que autorizan a sus titulares a ganar y consumir cada vez más. Muchos, sin embargo, las convierten en auténticos saberes para la acción: Además de inversión en beneficio propio, también son viveros de propuestas humanizadoras, de alternativas lúcidas y viables, de soluciones para mejorar la sociedad humana.

Los más fuertes y técnicamente más preparados contribuyen al bienestar del mundo con su considerable trabajo y sus iniciativas creadoras. Pero quien solo consiga pelar patatas, o colaborar en una colecta -o repartir de su limosna, como el pobre de Venecia- no tiene menos importancia. En todos estos casos la misma maravilla: dar de lo que se ha recibido… Porque, en rigor, no somos propietarios de nada: somos meros depositarios, en beneficio nuestro y de quien lo necesita.

Una vida así abierta a los demás es espléndida y feliz. Porque «hay más alegría en dar que en recibir». O, como dice un filósofo, «La puerta de la felicidad se abre hacia fuera». Encuentra la felicidad quien busca darla a los otros.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Jan Tinneberg)

 

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