La lana del calcetín

Un pecador se sentía muy culpable. Había caído desastrosamente. Su puntiagudo sentimiento de culpabilidad le llevaba a repetirse: “Ya no tengo derecho a rezar. Mi pecado me ha llevado muy lejos de Dios. Me siento miserable. He traicionado su amistad y la de otras personas. ¿Cómo dirigirme a Dios si la culpa recubre mi alma con un repugnante manto de desechos y basura?”.

¿Qué se le podría decir a esta persona tan aplastada por su pecado? ¿Cómo liberarla del fango? Al menos, debe saber esto: Su razonamiento esconde una equivocación. Porque, por muy criminal que uno sea, por bajo que haya caído, por más que haya sido excomulgado por la sociedad y por la Iglesia, nadie está privado del derecho inalienable de poder dirigirse a Dios. Mientras retenga un soplo de vida, cualquier ser humano siente la incurable necesidad de gritar: “Tengo sed de Dios, del Dios vivo” (Sal 42). Dios se contenta con muy poco. Basta con desearle. Con el más simple deseo, le llegará una fuerza; y esa fuerza aproximará y verá renacer su amistad con Dios.

Para que no se olvide esta lección, la ilumino con una anécdota.

“Era el siglo XIX en una pequeña ciudad de Gran Bretaña. Después de meses de trabajo habían terminado de levantar la gran chimenea de una fábrica. El último obrero acababa de descender de la cima de la chimenea por el andamio de madera. Toda la población de la ciudad estaba allí para celebrar el acontecimiento, comenzando por la demolición del gran andamiaje.

Apenas acaba éste de hundirse entre las risas y los gritos de la gente, cuando todos ven, con estupor, que de lo alto de la chimenea surge un obrero que terminaba en el interior los últimos retoques de albañilería.  Pánico entre los espectadores. Harían falta muchos días para levantar un nuevo andamio, y para entonces el obrero habrá muerto de frío y de hambre. Su anciana madre se lamenta…

Pero he aquí que, de repente, ella se separa de la multitud, hace un signo a su hijo, le grita: ”John, quítate el calcetín”. Todo el mundo se aflige. La pobre mujer ha perdido la razón. Ella insiste. Para no contristarla, John lo hace. Ella grita otra vez: ”Y ahora, deshiláchalo, lanza un extremo de la hebra y agarra el otro con tus manos”. Al llegar abajo la hebra de lana, le atan un hilo de lino, y el chico, tirando del hilo de lana hace subir hasta él le hilo de lino. Y al hilo de lino le añaden un hilo de bramante, y al bramante una cuerda, y a la cuerda un cable, y ya solo queda descender en medio de las aclamaciones de la multitud”.

¿He podido convencer a alguien para que lance a Dios una pequeña hebra de lana que permita el abrazo espontáneo, sencillo, tierno? Eso deseo para quien lea estas líneas. Sea quien sea. Porque para Dios ningún ser humano es material de desecho.

Juan Carlos Martos, cmf

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