La fuerza del retoño

En todos los seres vivos existe una increíble fuerza de crecimiento, un impulso irrefrenable y ciego por vivir y crecer. Una historia real nos lo muestra.

Un señor notó que en su casa habían crecido unas malas hierbas hasta tal punto que estaban invadiendo el pequeño jardín de la entrada. Y decidió deshacerse de aquella maldita grama. Tomó su azada, arrancó las matas, picó a fondo la tierra para acabar con las raíces. Luego, en el hoyo, echó un potente herbicida para destruirlas del todo. Finalmente rellenó el hueco abierto con abundante grava que apisonó firmemente y lo recubrió todo con cemento.

Poquitos años más tarde el cemento comenzó a levantarse a medida que brotes de malas hierbas volvían a surgir lentamente, abriéndose paso a través de pavimento. Su principio de vida, la presión ciega por sobrevivir y crecer no pudo ser derrotada con azadones, herbicidas o cemento.

El ejemplo nos sirve para meditar sobre experiencias tan cotidianas como el afán por saber y conocer, el aparentar ser más jóvenes de lo que somos, la insaciabilidad por viajar, la adicción no oculta a medicinas y fármacos, las ensoñaciones e idealismos de los adolescentes, los investigadores que sin desmayo ensayan hasta la saciedad… ¿Por qué no se muere del todo la mala hierba? ¿Por qué las hormonas de nuestro cuerpo y las agitaciones de nuestra alma nos dan tan poco descanso con su incansable empuje?

La vida se abre paso y se extiende hacia delante. Eso es lo que nos transmite el Adviento con el mensaje de Isaías: «Brotará un retoño del tronco de Jesé» (Is 11,1). La dinastía de David es presentada como un árbol cortado, incapaz de generar ninguna cosa. Pero el viejo árbol no ha muerto del todo; la vida de Dios está en él y, aunque no se note, Dios la hace resurgir y crecer. Y añade el profeta: «Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is 11,2). Esos anhelos que indican descontento, insatisfacción, esperanza frustrada…, que vivimos contemplando nuestra vida, nuestra familia, nuestras iglesias, nuestro mundo… son en el fondo los gemidos del Espíritu de Dios que sigue alentando desde dentro para no dejarnos morir ni desaparecer.

El Espíritu dirige la mirada del alma hacia lo divino. Toda vida, toda energía cósmica, toda criatura, todo ser que alienta,… anhela la justicia, la paz, la plenitud, la alegría, la unión, la fidelidad,… Tanto si se trata de malas hierbas que empujan para abrirse paso a través del cemento, como un bebé que llora suplicando leche, o un hombre y una mujer que se arrodillan suplicantes, están mostrando un misterioso pálpito que los mantiene vivos y en crecimiento. El adviento es la época de frecuentar esos anhelos para permitir al Espíritu de Dios que nos traiga un Salvador.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Taha Mazandarani)

Artículo extra: EL PODER DE LAS VELAS

 

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