La fuerza de la codicia

Es la conciencia de nuestros límites y carencias lo que desata la ambición y la pone en movimiento. Adán y Eva no tenían especial apetito por comer una manzana, sino la ambición de ser como dioses que les había despertado la serpiente. Esa ambición escondía un límite que pretendían superar. ¿Cuál era ese límite? La muerte. Dios es inmortal; ellos también querían serlo, incluso a costa de enemistarse con Dios. Ahí tuvo su origen la codicia. A partir de entonces todo ser humano se siente excitado por la necesidad de acaparar recursos para asegurarse la supervivencia perdurable.

La aparición relativamente reciente en la historia de la humanidad del dinero como sustituto intercambiable de cualquier bien, ha favorecido la acumulación ilimitada de todo tipo de productos que ya no requieren espacios físicos de almacenamiento. Toda forma de acumulación, que suele estar en manos de muy pocos, es hija de la codicia; de la voraz e insaciable codicia.

Jesús enseñó que en el corazón de todo ser humano coexisten dos fuerzas que tiran de él en direcciones opuestas: El verdadero Dios y el ídolo Mammón (Mt 6, 24). No es fácil liberarse de las redes de este último, que es el rey de la codicia. Es poderoso seductor y vaticinador mentiroso de inmortalidad. Curiosamente ese vocablo arameo -mammón- que indica la riqueza, contiene la misma raíz que “amén”, el verbo hebreo de la fe. Esas dos divinidades -se las denomine de forma secular o religiosa- pugnan entre sí en todo corazón humano, sin posible reconciliación.

Un anciano monje preguntó al novicio aspirante:

“Si tuvieras tres monedas de oro, ¿se las darías a los pobres?”

-“¡Con todo el corazón, padre!”

-“¿Y si tuvieras tres monedas de plata?”

-“¡Las daría con mucho gusto!”

-“¿Y si tuvieras tres monedas de cobre?”

-“¡No, no las daría!”. Sorprendido, el monje le pregunto:

“Y, ¿por qué no?”

El novicio le respondió: –“Porque tengo tres monedas de cobre”.

El aspirante novicio de ese relato de los Padres del desierto egipcio revela con espontánea sinceridad lo difícil que es renunciar a lo que poseemos, por muy poco que sea. Muchas proclamaciones retóricas de desprendimiento, de austeridad y de generosidad chocan a continuación con gestos egoístas, camuflados de moderación o de prudencia. Ese es el camino que conduce hasta la puerta dorada, a veces sin retorno, de aquel vicio que llamamos codicia. El que es atrapado por la codicia acumula bienes, recursos o dinero, evitando al máximo el dispendio. Brillantemente la definió San Bernardo de esta manera: “Vivir en pobreza por miedo a la pobreza”.

 

Juan Carlos Martos cmf

(FOTO: Lena Balk)

 

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