La Fuerte y Pura

A primeros de diciembre, en el corazón Adviento, los cristianos celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción. Bueno, la verdad es que esta fiesta ha sobrepasado el almanaque cristiano y lleva siglos campando gozosamente como antesala de la Navidad, sin que nadie ose a desplazarla o sustituirla.

¿Qué resalta esta fiesta? La Iglesia ve en María un misterio de belleza, pero sobre todo un misterio de fortaleza. Ella fue la Mujer especialmente preparada por Dios para vencer al Dragón que amenaza arruinar la vida humana (cf. Apoc 12, 1-6). No hay que hacer especiales demostraciones, para detectar la presencia del mal. Nos topamos a diario con un mal obsesivo que aplasta y arruina nuestra libertad. ¿Por qué tan a menudo hacemos lo que no queremos y dejamos de hacer lo que queremos? No hay razón científica que explique esa misteriosa propensión innata de los humanos a no hacer el bien. Es como si un virus más perverso que el COVID nos impidiera funcionar debidamente. Cada vez que intentamos combatirlo por nuestros medios, apenas si conseguimos resultados satisfactorios. Solo María, la llena de la gracia y del favor de Dios, se vio liberada de esta trágica plaga.

Nuestra inteligencia se resiste a creer que alguien de nuestra raza haya salido victoriosa en su pelea contra el mal. Los racionalistas no lo admiten en absoluto. “No existe –dicen- un ser humano sustancialmente bueno, en este mundo corrupto y perverso. Todos somos de la misma pasta. Todos, absolutamente todos, acabamos decepcionando y decepcionándonos”. Desprecian así ese lado oculto y misterioso de la vida. Son ciegos que creen ver; tal vez se acrediten como buenos observadores, pero son pésimos intérpretes. Esta fiesta quiere abrirnos los ojos.

Celebrar la fiesta de la Inmaculada en el corazón de este tiempo litúrgico nos ayuda a entender cómo Dios preparó  a la que iba a ser la madre de Jesús: La preservó, la inmunizó de todo lo malo. La dotó de una inquebrantable fe y de una generosa entrega. En torno a Ella formó, desde el principio, un campo magnético de luz y de bondad que transfigura a quien se atreve a acercarse. Se nos abrió un camino.

Un ateo como Sartre nos dejó una tierna interpretación de este dogma cristiano. En un delicioso relato de su drama Bariona, el hijo del trueno (1940) describe las sensaciones de la Virgen María al mirar la carita de Jesús recién nacido y descubrir asombrada: “Es Dios, ¡pero se me parece!”. La ingenuidad de estas palabras nos invita a recobrar un pedazo de inocencia, una especie de rendija abierta al cielo entre los nubarrones de una vida adulta, escéptica por tantas decepciones sufridas y tal vez maleada por las dentelladas del mal. También nosotros nos parecemos a Dios.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Andrea Vázquez)

 

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