LA FE, ¿UNA LA TARJETA DE CRÉDITO?

Retomaré el tema del rosario del tercer milenio, que se inventó en Polonia y tiene forma de tarjeta de crédito. Tenga en cuenta que los primeros modelos de este original tienen pequeños dibujos de la Virgen y de Juan Pablo II. Y, si lo desea, puede encargar otras imágenes. “Es una cuestión de gusto y devoción”, dice el ingenioso inventor. Y también es una cuestión de precio. Porque este invento -dice el genial creador- cuesta dinero: tres euros aproximadamente. «La fe es algo muy bonito, pero también hay que hacer por la vida».

Maciey Salomon -el nombre huele a judío- es quizá descendiente de aquellos vendedores ambulantes del Templo que Jesús expulsó a latigazos. Basta ir a Fátima, a Lourdes, a Roma, a Jerusalén, para darse cuenta de lo extendida que se ha vuelto la raza de estos sabios inventores y comerciantes de artículos religiosos.

Más numerosos, sin embargo, son los imitadores de Simón el Mago. El lector no sabe por qué entra aquí en escena, pero se lo explicaré.

Simón el Mago quería comprar el poder de comunicar el Espíritu Santo, nada menos. San Pedro no estaba de humor: «Vete al infierno contigo y con tu dinero». La pretensión de recibir la gracia divina a cambio de bienes terrenales se llama «simonía». Me das tanto y ganas tantas indulgencias. Me votáis para tal cargo eclesiástico y pago seis peniques.

Pongo una vela a la Virgen, para que me haga aprobar el examen. Si Dios me da salud, le ofrezco una cadena de oro. Iré a Fátima a pie, si gano este caso o la lotería.

No me río de la gente sencilla que tiene cien veces más fe que yo, y que pide gracias y hace promesas, porque así actúan los hijos con sus padres. La confianza en Dios o en la Madre de Jesús nos lleva a confiar plenamente y a prometer bienes o acciones que simbolizan la promesa de un amor redoblado, de una vida auténtica. No se trata de la actitud: «Confía en la Virgen y no corras»; se trata de hacer todo lo que podamos y reconocer después nuestras limitaciones y la impotencia de los medios humanos, por un lado, y la bondad y el poder infinitos de Dios, por otro.

Lo que no debemos hacer es convertir a Dios en un banco donde depositamos nuestro capital acumulado, ni la Misa o el Rosario en una tarjeta de crédito. Cada vez que necesitamos favores -dinero, éxito, salud, suerte- sacamos la tarjeta y retiramos lo que necesitamos. Rendimos favores a Dios y Él contrae obligaciones con nosotros: tiene que pagar y con altos intereses. Estaríamos buscando un Dios que nos sirva, en lugar de un Dios al que nosotros sirvamos.

Entrar en diálogo y comunión con Dios -esto cuesta menos que una llamada urbana- tiene como primer fruto la certeza de que su voluntad misteriosa, inalcanzable, tal vez no coincida con la nuestra, pero es la que más nos conviene. «Dios escribe recto a través de renglones torcidos»: una enfermedad, un fracaso, una calamidad natural, un accidente. «Algunas bendiciones de Dios entran en nuestra casa rompiendo cristales», observaba el gran periodista Louis Veuillot.

Porque nos ama infinitamente, Dios nos quiere libres y adultos. Él no construye nuestros puentes; nos da las manos para construirlos. No resuelve nuestros problemas; nos da luz y fuerza para resolverlos.

Por eso no rezamos para que Él esté de nuestra parte; rezamos para que nosotros estemos de la suya. La máxima densidad de la oración no se alcanza cuando Dios escucha lo que le pedimos, sino cuando somos capaces de escuchar lo que Él quiere de nosotros. En esta comunión de voluntades, Él renueva nuestra vida y bebemos, como de la Fuente, de su presencia en la alegría y en el sufrimiento, de su bondad, de su apertura, de su perdón, de su manera de tratar a los seres humanos.

Amar y sentirnos amados: ésta es nuestra riqueza. Nuestro crédito.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: CardMapr.nl)

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