La epidemia de la codicia

La codicia es el afán de adquirir cosas y la avaricia es el afán de conservarlas. Muchas veces las dos son hermanas y acostumbran a ir juntas. Añadiríamos que actúan como un pozo sin fondo y como un virus maligno, tóxico y super-contagioso. Con el agravante que amenazan por convertirse, antes o después, en un estilo de vida.

¿Por qué somos codiciosos? Porque acusamos en nuestra vida un profundo vacío existencial. Tenemos de todo, pero nos sentimos insatisfechos e insaciables, genéticamente menesterosos, incapaces de sentir gusto con lo que tenemos… La codicia nace de una carencia interior no saciada, y de la creencia de que podremos llenar ese vacío solamente con poder, dinero, placeres y, en definitiva, con un estilo de vida materialista, basado en consumir, acumular y disfrutar. Pero la codicia no es la causa ni el problema. Es sólo un síntoma.

¿Un síntoma de qué? Del funcionamiento corrupto y perverso del sistema sobre el que se asienta nuestra sociedad occidental. Hemos nacido en un entorno que nos ha condicionado para ser competitivos y productivos, para ganar dinero y comprar todo tipo de bienes y servicios que en realidad no necesitamos en su mayor parte. Las leyes y consignas que rigen fuerzan a los individuos a engañarse y estafarse unos a otros en una interacción diaria. Hay estudios científicos que demuestran cómo tal entorno promueve la corrupción en detrimento de la honradez y la decencia.

¿Cómo frenar la codicia? Lo anterior es evidente. Pero esta pregunta es clave. ¿Qué podemos hacer? Ante todo, saliendo de una colosal mentira. Nos han engañado. Nos han estafado acostumbrándonos a creer que la verdadera moneda de la felicidad es el dinero guardado y el lujo sorbido a solas. Nos han empobrecido diciéndonos que somos más en la medida en que tengamos más repletas y aseguradas nuestras cuentas en el banco. Nos han ocultado que hay tesoros baratos y casi nadie los conoce. Tesoros tan preciosos como la música, el arte, la fe, la familia, el sol, la amistad, el aire limpio,… y más aún el compartir. Vivir en la lógica de la reciprocidad, del convertirse en don. Como dijo el mismo Jesús, en palabras que están fuera de los evangelios: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hch 20,35). Pero para entenderlo, hay que probarlo. Y, ojo, esto  es imprescindible, para no reducirlo a una frase tan bonita como inútil.

Por eso, hay “multimillonarios” que gastan la vida en llorar por creerse pobres. Y yo me pregunto si un poco de estrechez no serviría para abrirnos los ojos. Y, la verdad, no me preocuparía que en el futuro tuviéramos que apretarnos un poco el cinturón a cambio de que aprendiéramos a estirar el alma.

Juan Carlos Martos, cmf

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