Un anciano doctor chino, cristiano él, escribió un libro sobre cómo hacer mayor bien. Y ofrecía tres recetas muy sabias para lograrlo, a saber:
- Empieza con frecuencia algo nuevo (creatividad)
- Ama y deja que te quieran. No te retires, ni te escondas.
- Aprende a aguantar.
A propósito de la primera recomendación de este sabio oriental, tenemos que reconocer que son muy pocos los que se atreven a decir adiós a una costumbre. No es tan fácil cambiar un pequeño hábito. Nos cuesta desinstalarnos. Nos creamos rituales que repetimos sin cesar y nos vuelven adictos. Los mantenemos por la seguridad que nos ofrecen. Los mismos horarios, el mismo vestido, las mismas manías… Es una letanía que vuelve gris la vida e impide la conmoción de la búsqueda, de la creatividad, del riesgo. Es verdad que el frenesí del cambio a toda costa es un síntoma igualmente peligroso. Pero también lo es la rutina cuando se convierte en dependencia repetitiva.
Por algo una consigna moral fundamental del evangelio de Jesús es la conversión que presupone precisamente un cambiar de camino, un invertir la ruta, un cambio de mentalidad, un viraje espiritual.
Significativa es también la frase atribuida a Pablo Neruda: “Muere lentamente quien se convierte en esclavo del hábito; repitiendo todos los días los mismo senderos, quien no cambia de rutina, no se arriesga a vestir un nuevo color o no conversa con quien desconoce”. La última frase es sugestiva. No hay que tener miedo a dialogar con un extraño. El encuentro entre rostros diferentes es principio de enriquecimiento interior, fuente de novedad y solidaridad.
Juan Carlos Martos, cmf