En cierta ocasión, el célebre pensador Mark Twain pronunciaba una conferencia y observó que un asistente sacaba con frecuencia el reloj. Incapaz de contenerse, le dijo. “Señor, que mire usted el reloj cada dos minutos puedo entenderlo; pero que encima se lo acerque al oído para comprobar que funciona, me parece francamente excesivo”. ¿Qué nos puede decir esta picante anécdota sobre la educación?
Abunda la opinión de que la buena educación es una verdad definitivamente perdida en el ámbito familiar y escolar. Basta con pasearse por la calle para observar conductas groseras, pintadas calumniosas, intolerancias con los débiles, menosprecio a los educadores, insultos malsonantes, desconsideración de las reglas… A esto lo llamaría la “mala educación de primer grado”, burda, irreverente, pública, insolente.
Hay un “segundo grado” en la mala educación. Tal vez alude a ella nuestro autor cuando ridiculiza el triunfo de la educada hipocresía. Es gélida, calculadora, distante, afilada; no da la cara y se camufla tras la corrección de las formas, pero alimenta las peores intenciones, es relamida y visceral; fulminante en sus mordaces apariciones.
¿Es esto todo? ¿No habrá vida más allá de la mala educación? ¿Habremos de resignarnos a coexistir con lo más bajo de nuestros instintos? Encuentro un camino de salida: Uncir la buena educación con la amabilidad. Es lo que prueba David Hamilton, doctor en química orgánica, en su libro “Los cinco beneficios de ser amable”. En sus páginas recoge el fruto de sus investigaciones sobre la amabilidad como terapia desde el punto de vista exclusivamente científico. En una entrevista recogida hace unos días en “La Contra” del diario “La Vanguardia” este bioquímico escocés defiende que siendo amables nuestro cuerpo está más sano y se retardan los procesos del envejecimiento: “La investigación nos dice que si eres amable de forma regular el riesgo de depresión disminuye porque la serotonina actúa en la amígdala reduciendo la depresión, la ansiedad y el estrés. Y entrena al cerebro para que sea más resiliente”. Y añade: “Pequeñas acciones diarias de amabilidad son más importantes que una gran acción. Lo importante es que seamos constantes. La empatía es la semilla que hace que crezca la compasión que florece en la amabilidad”.
Y concluye con un reto práctico: El de emplearnos durante siete días en ser amables, con tal de respetar tres normas: 1) Debe ser una acción distinta cada día; 2) Un día se debe realizar algo que nos plantee un reto mayor; y 3) Uno de los actos de amabilidad tiene que ser anónimo. ¿Perdemos algo comprobando sus efectos? ¿Lo podemos proponer a otros?
Personalmente observo que su discurso conecta con una verdad central para el cristiano: el amor como principio y eje estructurador que sana y fortalece toda vida humana. Presenta infinitos ropajes: amor paterno-filial, esponsal, amor de Dios, caridad, solidaridad, gratuidad… Uno de ellos es la amabilidad, fuente de salud y secreto de la buena (¿única?) educación verdadera.
Juan Carlos cmf
(FOTO: Element5 Digital)