Aún recuerdo una anécdota de mi infancia, que califico de “salvadora”. Un día, siendo niño de 7 u 8 años, hice una trastada. No fue muy gorda. Fui a ver una película con mi hermano y, al oír las palabrotas y groserías de los chavalotes que llenábamos el “gallinero” del cine Darymelia, me uní a aquel coro frangollón repitiendo a mi vez -ingenuamente y sin controles- los tacos que escuchaba…
Terminó la película y volvimos a casa. A mi hermano se le ocurrió comentar lo sucedido delante de mi padre. Esto, al principio, provocó un silencio tenso en casa. Tanto, que mi padre no debió encontrar otra salida que darme un solemne bofetón que, por cierto, no me esperaba. Muchos años después, fue mi madre la que nos comentó el sufrimiento que a mi padre le producían aquellos esporádicos castigos con los que pretendía enseñarnos a movernos por la vida… Incluso -decía mi madre- muchas veces llegaba él mismo a llorar al recordarlos.
Así de “duro” e “implacable” era mi padre. La anécdota me da que pensar.
Con frecuencia identificamos a la madre con la ternura, la comprensión, las entrañas de misericordia. Y al padre, con la firmeza, el deber y el castigo. Como si al nacer necesitáramos las dos caras de nuestros progenitores para ir esculpiendo nuestro carácter.
Luego, al hacernos mayores, nos aplicamos ese cliché a todas las facetas de la vida. Proyectamos la imagen de madre en nuestro lado emotivo y frágil, pidiendo un seno donde abandonarnos, y nuestra fuerza de padre para aplicar la ley con firmeza y rigor cuando nos conviene.
Sin embargo el padre es madre y la madre es padre. Hay teólogos que nos han ayudado a descubrir que, si Dios es Dios, también tiene que ser madre. Y el propio Jesús de Nazaret cuando nos muestra la fotografía de carnet de su Padre, no nos presenta al Dios del Sinaí sino al padre del pródigo que todo lo olvida y todo lo convierte en cariño hasta el colmo de la fiesta.
Quizás antes la tentación del padre era convertirse en un tirano, por exceso de autoridad. Hoy el riesgo es el otro extremo: ser padre pasota o débil, que no tiene ni tiempo ni humor para dedicarse a los hijos; o bien porque está separado de su mujer y apenas los ve; o bien porque la sociedad permisiva, esclava del placer inmediato, le impele a desentenderse y tolerar sin límites.
Sin embargo, al mismo tiempo, las estadísticas muestran que los chavales de hoy valoran el calor de su casa como el único oasis en medio de una sociedad fría y agresiva. Se hace cada vez más vigente aquella frase de Schiller: “No es la carne y la sangre, sino el corazón lo que nos hace padres e hijos”. Ahora bien, todo auténtico amor es también exigente. No por autoritarismo, no para que el hijo sea un crack, sino para asentar sus raíces y dejar luego que el árbol crezca libre.
Todo eso me ha traído la memoria aquella salvadora bofetada de mi padre. Por cierto, desde entonces no me «sale» decir palabrotas.
Juan Carlos Martos, cmf