A nosotros no se nos ocurriría. En nuestra época de consumismo desbocado, no se nos ocurre ya zurcir un calcetín, o aprovechar un lápiz hasta el final o reparar un plato que se nos ha roto. Nosotros usamos y tiramos –o, en todo caso, reciclamos– pero no recomponemos.
Por eso sorprende esa vieja técnica artesanal japonesa que pervive tras más de cinco siglos. Se llama kintsugi. Nació con ocasión de mandar reparar un cuenco de cerámica roto, muy querido por su dueño japonés. En China se lo dejaron burdamente reparado con unas toscas grapas. Después fueron unos artesanos del propio país quienes dieron una solución duradera y estética: Mediante el encaje y pegado de los fragmentos con un barniz especial de oro, la cerámica recuperó su forma original. Pero quedó con sus arrugas doradas, que mostraban con evidencia el desgaste que el tiempo obra sobra las cosas. Por esta razón, al kintsugi se le conoce como “carpintería de oro”, consiguiendo que los objetos restaurados sean más preciados que antes de romperse.
Esta técnica es una potente metáfora de la importancia de resistir ante las adversidades. Hay una filosofía vinculada al kintsugi que se puede extrapolar a nuestra vida, colmada de ansias de perfección. A lo largo del tiempo conocemos fracasos, desengaños y pérdidas. Con todo, aspiramos a esconder nuestra naturaleza frágil, esa que nos hace más humanos y auténticos, bajo la máscara de la indefectibilidad y del éxito. Tratamos de ocultar los defectos, aunque desde que nacemos nos recorre una grieta.
Somos vulnerables física y psíquicamente. Cuando las adversidades nos superan, nos sentimos rotos. Unas veces son las circunstancias y otras somos nosotros mismos quienes nos rompemos por nuestras imposibles expectativas perfeccionistas.
Pero, como animales dotados de creatividad, contamos con una poderosa herramienta para combatir las fracturas que la vida nos depara. Cuando soplan malos vientos, ¿qué es lo que más nos ayuda a restaurar las quiebras? La respuesta es el verdadero amor propio. La gente con esta cualidad es dura, tiene algo así como agallas morales para acometer sin desmayo la reconstrucción.
No hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia. En el kintsugi, el proceso de secado es un factor determinante. La resina tarda semanas, a veces meses, en endurecerse. Es lo que garantiza su cohesión y durabilidad. La capacidad de saber sufrir y de tolerar infortunios es la clave para afrontar cualquier situación. Saber sacarle partido a lo que se rompe en nosotros nos aporta una serenidad objetiva. Apreciémonos como somos: rotos y nuevos, únicos, irreemplazables, en permanente reconstrucción. De esa manera, cada arruga es bella por lo que esconde.
Juan Carlos Martos, cmf