En el panorama del cine español, tan dado a historias de pretendida actualidad que lindan con la comedia o el esperpento, agrada encontrar una propuesta como Intemperie. Está basada en la novela de Jesús Carrasco del mismo título, que recibió aplausos en el momento de su edición. Su estilo linda con el realismo social de los años cincuenta del siglo pasado, aunque con menos diálogos, pero igual dureza expositiva y rigor en el retrato de situaciones duras que narran la injusticia. La película, dirigida por Benito Zambrano, nos brinda un ejercicio ejemplar de correspondencia entre el título y las localizaciones secas, áridas y agrestes del noreste granadino, que se levantan con un protagonismo que el realizador lebrijano sabe subrayar en planos generales que parecen hundir el cielo sobre los seres que los recorren. Casi toda la historia, seca como la tierra, se desarrolla a la intemperie, con un calor que se palpa, el polvo que impregna la piel y la ropa y se pega al cuerpo formando una costra con el sudor y la tensión.
La historia se pone en marcha sin preámbulo: un niño huye por el campo, sin saber por qué. Entretanto los segadores trabajan y sufren las arbitrariedades del antagonista que le perseguirá sin descanso durante todo el metraje de la película, un capataz, retrato típico del cacique humillador y caprichoso que hace ley de sus deseos. Y algo más tarde, se nos presenta la figura protectora de un pastor, interpretado por Luis Tosar, que protegerá al muchacho y le acompañará en su improbable aventura, asumiendo su protección. Alejándose de la austeridad y casi esquematismo de la novela original, que llegó a ser considerada inadaptable, los guionistas han ido introduciendo situaciones no presentes en ella y han dotado a los personajes de unos rasgos que hacen de Intemperie casi una actualización del cine que se rodó en esos o en lugares cercanos hace unas décadas. De hecho, el entorno de la historia y especialmente su culminación ofrece ecos de ese cine –el spaghetti-western– al que he aludido, salvando las distancias, el rigor expositivo y la interpretación de los actores que intervienen. Junto a esto último, merece una mención especial la fotografía que añade un tono granuloso como si filmar la arena o el polvo se colara en los pliegues del objetivo fotográfico, retratando las escenas nocturnas de un modo que nos hace partícipes del descanso que supone estar a salvo de un sol tan inclemente.

Antonio Venceslá Toro, cmf

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