Imprescindibles

 

Nos moriremos sin llegar siquiera a conocer a docenas y centenares de personas que han sido fundamentales en nuestra vida, sin que lo sospecháramos.

Escribo esto porque el miércoles pasado volvía a saludar en Málaga a un claretiano con el que coincidí durante dos años cuando yo andaba de postulante en Sevilla, por los años sesenta del pasado siglo.

Al verlo, los recuerdos se amontonaron en mi cabeza. Sí, allá en mis años del Colegio Claret, él estaba omnipresente: jugaba en el patio con nuestro grupo de seminaristas, nos daba clases de geografía y de lenguaje, los domingos nos acompañaba de paseo, le veíamos en nuestro comedor, no faltaba nunca con nosotros al cine de los sábados… Siempre ahí. Y pienso que tal vez él debió de sentir alguna vez hasta dudas vocacionales, pensando si se había hecho misionero para perder fines de semana aguantando niños y limpiando mocos.

Y, sin embargo, el seminario funcionaba gracias a él, sobre todo. Los profesores explicaban. Los muchachos estudiábamos. Y nadie se enteraba de que un alto porcentaje de nuestra tranquila felicidad se la debíamos a este hombre. Era «invisible». Aún me pregunto qué parte de mi vida misionera le debo a aquel hombre tan profundamente bueno, cuyo nombre no cito.

La verdad es que el mundo está lleno de seres así, sin los cuales no podríamos ni vivir. No sabemos quién cuece el pan que comemos, quién prende la calefacción que nos calienta, qué sudores cuesta el pescado que tenemos sobre la mesa, quién elaboró el lenguaje que hablamos, qué albañiles construyeron la casa en la que vivimos, quiénes elaboraron esta web en la que escribo. Esos «invisibles» son «imprescindibles». El mundo no se sostendría sin ellos.

Nuestra vida no la construimos nosotros por nuestra cuenta. En su mayor parte está sostenida por otros, los más, desconocidos. Yo debo altísimos porcentajes de mi vida misionera a los buenos misioneros que he conocido, a las personas que han rezado por mí, a mi familia que alimentó mi vocación. Las mismas ideas que predico no son sino el jugo de los autores que leí y sigo estudiando. Hay todo un ejército de seres, -importantes y menos importantes, ilustres y menos ilustres- que sostienen el andamiaje de nuestra existencia. A los más, nunca les veremos o serán una sombra al fondo de nuestras horas como aquel misionero que alegró mi infancia en mis años estudiantiles.

Por eso, hoy, que me doy cuenta, quiero desde aquí dar las gracias a todos los que me amaron sin que yo llegara siquiera a enterarme.

Juan Carlos Martos, cmf

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