Horizontes: LA TIERRA, «MADRE» Y «HERMANA»

El año 2002 fue proclamado «Año de las Montañas, de los Océanos y de la Ecología».  Brindemos por las Naciones Unidas, que tuvieron la feliz idea.

Y saludemos a San Francisco, príncipe de los ecologistas, que amó a todos los seres creados y dio a la tierra los cariñosos nombres de «madre» y «hermana».

De hecho, las criaturas son nuestras compañeras, parientes y «hermanas», ya que su existencia y la nuestra están mutuamente implicadas.  Esta complicidad fraterna nos lleva a actuar como administradores de la naturaleza y no como señores absolutos; desinteresadamente y no acaparando; sin depredación pero con respeto y deleite por las montañas y los ríos, los bosques y los mares, los animales y las plantas.

¿Y no merece la tierra el título de «madre»? Ella alimenta y nutre a todas las criaturas con su intenso amor y su sucesiva fecundidad. Nuestra supervivencia, nuestro sustento y nuestra vida dependen de ella. Pero el desgaste causado por el consumo excesivo la está destruyendo y agotando. Temo que un día su vientre ya no pueda deshacerse en cataratas del ser y quede agotado e infecundo, desertizado e improductivo para las generaciones futuras.

A lo largo de los tiempos, nuestra relación con la naturaleza se ha inspirado en dos textos bíblicos, el primero de los cuales es el mandato de Dios al hombre y a la mujer: «Llenad la tierra y sometedla». Esta frase ha justificado a veces una especie de dominación agresiva de la naturaleza. El dominio sobre la creación se ha convertido en tiranía sobre las criaturas.

El segundo texto, afortunadamente, nos lleva a revisar actitudes y procedimientos: «Dios dejó al hombre en el jardín para que lo cuidara». Durante siglos, el cultivo de los campos y la creación de animales, en el marco de un compromiso de conservación y embellecimiento de la naturaleza, se consideraron una nueva creación, una nueva génesis, transformando en algunos casos los desiertos y los matorrales en bosques, huertos y jardines.

Pero luego llegó la revolución industrial y el escenario dio un giro para peor. El crecimiento de la población y, sobre todo, el aumento del consumo de energía desencadenaron una explotación ilimitada de los recursos naturales y la contaminación del medio ambiente. La alarma sonó con estridencia: el agotamiento de la naturaleza y la contaminación del agua y el aire alcanzaban niveles peligrosos, si no irreversibles. Los efectos del calentamiento global, por ejemplo, son más devastadores que el ataque terrorista en Nueva York.

Al mismo tiempo, parece que los habitantes de los países desarrollados están cambiando de especie: de seres inteligentes y libres a meros animales de producción y consumo.  Se los guía desde la infancia para que se conviertan en gastadores. La publicidad está multiplicando sus deseos y segregando nuevas necesidades.

Y, lo que es peor, el disfrute de los bienes es criminalmente desigual entre países ricos y pobres. En muchas partes del mundo, el hambre golpea, no por falta de recursos, sino porque están mal distribuidos. El avance de la ciencia y la tecnología y el dominio del universo no se han traducido en bienestar para todos. La tierra no se ha convertido en un lugar de descanso mejor ni las olas del océano son más acogedoras y limpias. Algunas personas viven demasiado bien porque otras viven demasiado mal. Algunos nadan en lo superfluo, porque otros carecen de lo necesario. Si algunos ricos no viven con más sencillez, muchos pobres no podrán vivir.

Tal vez por todo esto, el número de hombres y mujeres que sueñan con una nueva sabiduría está creciendo. Un nuevo estilo de vida en libertad de poder y dinero. Una opción para la simplicidad en la alimentación, el vestido, los medios de transporte, las herramientas de trabajo, el entretenimiento y el ocio. Una nueva conciencia de que «la única y verdadera unidad humana -según Teilhard de Chardin- es la del espíritu de la tierra: cuando el hombre destruye algo, se destruye a sí mismo, y cuando crea algo, se desarrolla a sí mismo. Oliendo la tierra, sintiendo el humus palpitante, se vuelve más humano.

El «hombre consumidor», drogado por el «tener», esclavo de necesidades ficticias, acumulador insatisfecho, se opone al «hombre servidor» que aspira a «ser» más fraterno y solidario. El arte de la sobriedad marida perfectamente con la belleza, la verdad y la alegría.

Este es el camino: tratar como miembros de la «familia» al aire «hermano» y al río «hermano», al buey «hermano» y al pez «hermano»; confraternizar respetuosamente con los árboles «hermanos» e incluso con las bestias «hermanas». Vivir con sobriedad, como signo de comunión -amorosa y compasiva- con la tierra, nuestra «madre» y nuestro seno.

Pero, sobre todo, es importante mirar con nuevo amor a los hermanos «de sangre y alma» que son los demás seres humanos. La ecología, gracias a Dios, está de moda. Lo que falta es la moda del amor universal.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: GDJ)

 

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