HEREJÍA VITAL

Creo que, en el mundo y en la Iglesia de hoy, mucha gente -y yo, pecador, también- vive en herejía. Eso mismo: herejía vital.

Esta expresión la usó, hace bastantes años, Igor Caruso que, además de excelente psicólogo, también filosofaba. Para él, el ser humano es mucho más que una sardina o una taza: tiene otra dimensión, además de la física. Solo una psicología que reconozca la validez de la metafísica contribuye decisivamente para resolver los problemas del ser humano.

Este solo es feliz, equilibrado, saludable, cuando tiene una escala, una jerarquía de valores, y la respeta. Hay valores absolutos y valores relativos. El absoluto por excelencia, es aquel a que llamamos Dios. Todo lo demás -la persona, la vida, la belleza, el dinero, el trabajo- son valores relativos… Corremos el peligro de invertir la jerarquía, cambiar el orden de los valores vitales, ignorar o mutilar algunos de ellos y absolutizar otros. En esto consiste la herejía vital, según Caruso, lo contrario de la «ortodoxia de los valores de la vida».

Mucha gente rinde verdadero culto al lujo y a la basura de la sociedad de consumo, se siente fascinada por los dioses de la televisión, del cine, por los héroes del momento. Absolutiza lo relativo. Y anda, por eso, a buscar sensaciones inmediatas, efímeras, de «agitar, usar y tirar». ¿Viven tales personas en la ortodoxia vital?

Muchas otras revelan una sensación de vacío, de íntima insatisfacción por llevar una vida sin norte y sin sentido, incapaz de llenar su capacidad oceánica de felicidad. ¡Cuántas angustias, depresiones, complejos, represiones, soledades, inmadureces y neurosis de todo tipo! ¡Cuánta falta de salud, física y psíquica! «Solo una cosa nos salva -enseñaba Igor Caruso- la jerarquía de valores, la ortodoxia de los valores de la vida».

Vivimos en un tiempo en el que no hay tiempo -para reflexionar, para dialogar, para amar, para crear y saborear la vida-. ¿Cuestión de tiempo o de prioridades mentales? ¿Falta de espacio o desorden vital?

Absolutizamos el trabajo, por ejemplo. Bueno, no hablaré mal del trabajo, y por dos razones: primera, porque mi padre no me enseñó a hacer otra cosa y, segunda, y porque me trae montones de alegría. Pero el trabajo tiene el poder de esclavizar, como el tabaco, el whisky, la heroína, el juego. Puede ser una exageración,  un abuso. Teresa de Ávila ya veía, ya en su tiempo, «muchas cabezas perdidas por trabajar de más».

Sé bien que se debe reprochar tanto el activismo de unos como la inactividad y la pereza de otros. Pero eso no me impide afirmar que el trabajo es humano solo cuando deja espacio para adorar y para amar, para cultivar la salud, el equilibrio, la verdadera autoestima. Una persona que gira y gobierna inhumanamente, como una máquina, se desgasta, se agota, y termina por explotar. Díganme, ¿no merece la etiqueta de hereje?

El hecho es que, incluso en la Iglesia, muchos hombres y mujeres -y yo voy en el cortejo- parece que no pasan de ser eficientes gestores de instituciones, de magníficos burócratas de las «cosas de Dios». Se reduce el apostolado a un ejercicio de tantas y tan interminables tareas, que la relación íntima con Dios desaparece o se transforma en un adorno superfluo. Se convierte la evangelización en un activismo en que Dios está de sobra. Tan embebidos andamos en la causa del Señor que dejamos de lado al Señor de la causa.

Hay incluso quienes hablan de ateísmo eclesial. La Iglesia se olvida de Dios, se fía demasiado de sus planes y de sus fuerzas. Artur Paoli prefería que muchos sacerdotes y religiosos/las pasaran más tiempo en la playa o jugando al voleibol que a llevar una vida activa pero apostólicamente estéril.

Sacamos de la boca verdades espléndidas: que Dios es el primero, el centro, la montaña, pero después, como si tuviéramos un ombligo gigante, solo nos vemos a nosotros mismos. Nosotros estamos en el principio, en el medio y en la cima de todo, omnipotentes y sin necesitar de nadie. ¿No es esto una verdadera herejía?

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Danilo Capece)

 

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