Hablemos del pecado…

Nuestra cultura ha difuminado el sentido del pecado. Bromea sobre él como si fuera la cosa más inocente del mundo. Habla de los pecados, incluso de los más graves, en diminutivo: pecadillos, pequeños vicios, pecados “originales”, o sea, que confieren un toque de originalidad a quien los comete. Se tiene miedo de todo, menos del pecado. Tememos al Covid, a la contaminación atmosférica, a la pérdida del empleo, a unas oposiciones, al diagnóstico médico, a suspender un examen…Pero ya no se teme al pecado.

De ahí que, actualmente, en lugar de librarnos del pecado, nos esforzamos por librarnos del remordimiento del pecado; en lugar de luchar contra el pecado, se lucha contra la idea de pecado. Se niega el problema en lugar de resolverlo; se le confina en el olvido, en lugar de sacarlo a la luz. Como si se pudiera eliminar la muerte eliminando el pensamiento sobre la muerte. O como si alguien tratara de quitarse la fiebre cambiando de cama. Esta mentalidad no es ajena en absoluto a nosotros los creyentes.

La consciencia de pecado está cada vez más fuera de nuestro horizonte. Lo reconocemos tan solo cuando somos nosotros los perjudicados. Posiblemente, es reacción a otras épocas en que se insistía a tiempo y destiempo en la culpa, y se ejercía una indebida presión sobre las conciencias. Y, sin embargo, quizás con el agua se ha tirado al niño. La respuesta al Dios justiciero no debe ser un Dios bonachón-abuelete, sino el Dios Abba, herido en las entrañas por el dolor que provoca el pecado de sus hijos.

De lo contrario no se elimina el pecado y sus consecuencias, sino que se le deja a sus anchas, desatando su desastrosa furia. Es muy delicado transmitir hoy en día esa conciencia del pecado sin caer en discursos culpabilizadores ni aterradores, pero sin rebajar la importancia de nuestras decisiones, nuestra libertad para elegir y nuestras posibilidades reales para hacer el mal. Es verdad que a veces escoramos hacia caminos tangenciales (insistir en el pecado del mundo, etc.). Pero no puede faltar esa mirada a la propia vida desde la honestidad sobre lo que nos aleja de Dios y daña a los demás. Ante su realidad se pueden tomar dos caminos diametralmente opuestos: o bien el arrepentimiento o bien el endurecimiento.

Necesitamos reconocer la malicia del pecado. No basta un reconocimiento doctrinal. Es necesario, pero será siempre insuficiente. Se exige un reconocimiento existencial y personal. Es el reconocimiento de que el pecado es algo monstruoso y real. Es un reconocimiento que debe producirnos alergia y aborrecimiento visceral del mal. Por tanto, se trata de reconocerlo en su tremenda seriedad, que hoy el ambiente social parece negar o minusvalorar.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: vytas_sdb)

 

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