Hablar mal de los demás es un “deporte” que satisface a muchos. Parece que tal aseveración es incontrovertible. La murmuración es una difundida práctica que resulta inofensiva si se queda en una simple falta de tacto. Pero es dañina –hasta convertirse en verdadera plaga- cuando se transforma en calumnia que agrede con maldad o con odio sutil a alguien. Cuando se habla mal se ejerce una forma de violencia verbal contra el otro. Su hermana melliza es la mudez, propia de quien le niega tozudamente la palabra y le mira con desprecio de arriba abajo. Ambas son formas refinadas de violencia que causan a veces más daño que el mismo maltrato físico.
Hablar mal de los demás es, además, tan sencillo… Los errores, que todos cometemos a diario, resaltan rápidamente. No es en absoluto difícil encontrar a personas que los cometen. Y no sólo errores. Cada uno de nosotros obra según sus valores y prioridades. Ser distintos constituye otra circunstancia que propicia la maledicencia. Por lo que también resulta fácil reprobar inflexiblemente a quienes se muestran distintos, en razón de sus propias opciones y decisiones.
¿Hay algo peor que la denigración? Pues sí… la mayor degradación que se puede hacer contra la dignidad de alguien no consiste tanto en hablar mal de él, cuanto en ignorarlo, en no pensar mínimamente en él por no considerarlo ni siquiera merecedor de atención. “Ningunear” es tristemente la forma más calculadora y cínica de causar daño y herir al prójimo.
Frente a tales malintencionadas prácticas, se alza una severa advertencia de Cristo hacia quien insulta y desprecia al otro: «Yo os digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; el que llame a su hermano «imbécil», será reo ante el Sanedrín; y el que le llame «renegado», será reo de la gehenna de fuego» (Mt 5,22). No es fácil traducir esas expresiones antiguas a nuestra lengua, pues se pierden sus matices emocionales. Pero resaltan algo claro: Nuestras palabras son un don precioso de Dios, instrumentos de comunicación, comprensión y amor. Todos debemos aprender a usar bien nuestras palabras. Incluso para corregir cuando sea necesario. Mal usadas esas mismas palabras se revuelven contra quien las pronuncia. Hablar mal aísla, distancia, enfrenta, hiere y mata… Volvamos a leer las palabras de Cristo. Dejemos que con su autoridad nos convenza de que nos conviene hablar bien de los demás. Pero esto también: sin mentir ni adular.
Juan Carlos Martos, cmf