¿Quién no se ha detenido a contemplar el vuelo de una mariposa? Resulta fascinante seguir sus ondulaciones sobre el verde de un campo, o contemplar la sorprendente variedad de los colores de sus alas. Hace años, entre los escombros de una escuela de Hiroshima destruida por la bomba atómica, apareció el cuaderno de una de las alumnas. El cuaderno guardaba intacta la página inacabada de aquella niña que describía las convulsiones que realizaba una mariposa roja que se acababa de posar cerca de su pupitre. Era el 6 de agosto de 1946. La jovencita redactó aquellas líneas poco antes del fatal estallido destructor.
Esa historia muestra la resonancia positiva que muchos guardamos sobre las mariposas. Son criaturas asombrosas de la naturaleza; su poder de transformación y su belleza es fecunda fuente inspiradora. Las mariposas representan la posibilidad de cambio: Sucesivamente se van transformando de oruga a crisálida hasta convertirse en mariposa. Su metamorfosis es paradigma y ejemplo de toda evolución hacia algo positivo.
Pero frente a esa mirada apreciativa sobre ese simpático insecto volador, algún pensador presenta también a la mariposa como símbolo del presuntuoso, de quien se pavonea ante los demás buscando la admiración y suscitando las envidias. Tal pensador argumenta indicando: “Quitadle las alas a los vanidosos y altaneros y quedarán reducidos a un gusano”. Es lo que le sucede a la mariposa cuando se ve privada de su ornato más atractivo. Es un aviso para vanidosos.
Los engreídos habitan en el país de las apariencias. Suelen unir a su vanidad la soberbia. Llegan a creer que son como aquel gallo que vivía convencido de que el sol salía cada mañana sólo para oírle cantar. El soberbio trata de asentarse en una posición de superioridad sobre los demás, nacida de un narcisismo incurable y egocéntrico; les infecta un trato distante o despectivo hacia los demás.
Los engreídos se sienten especiales y únicos en su especie, exigen admiración y aplausos, son reacios a reconocer las necesidades del prójimo, y suelen ser arrogantes: humillan y desprecian. Pero difícilmente caen en la cuenta del ridículo que les acecha: Quedarse como gusanos sin alas, cuando las circunstancias de la vida les haga bajarse del pedestal sobre el que tratan de mantenerse. Porque, como cantó María, “Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”.
Juan Carlos cmf
(FOTO: Juan Pablo Mascanfroni)