A punto de cumplir 87 años (lo hará el próximo 1 de diciembre), cuando ya parecía que había cerrado su filmografía con su película número cuarenta y nueve, Woody Allen ha conseguido poner en pie otro proyecto, el número cincuenta. Para ello ha debido salir de Estados Unidos (cada vez más frecuente en sus últimas películas) y rodar en Francia (no es la primera vez que lo hace) y en francés (lo que sí es una novedad).
Un golpe de suerte es una historia que recuerda otras producciones del cineasta neoyorquino. Comienza con toques de comedia romántica, muy semejante a tantas otras que han jalonado su filmografía y en un momento dado inserta un acontecimiento que cambia la perspectiva de la narración y nos recuerda otras películas como Delitos y faltas, Match point o El sueño de Casandra, aunque tal vez no hay en ésta la carga moralista que sí hay en las citadas.
Es cierto que en ésta como otras anteriores películas, la intriga es un pretexto apenas insinuado para construir una historia que discurre muy sencilla, sin complejidades, sin recurrir a problemas de conciencia (que sí existían en alguna de las citadas), aunque entren por medio decisiones de calado, y como un dios providencialista, el guionista (el propio Allen) juegue a los dados con las vidas de sus personajes conduciéndolos por caminos que la escritura sostiene imperturbable, sin alterarse. Y es que en el cine de Woody Allen vivir la vida es un asunto muy serio, pero ponerle fin parece solo un recurso de guion que tampoco resulta extraño y se inserta en la acción sin que nos impresione demasiado. El azar sigue jugando un papel destacado y los locos sentimientos del amor derivan a los protagonistas por donde apenas sospechaban cuando se inicia la película.
En las películas de Woody Allen se insinúa la huella de otros cineastas y autores más serios (dícese Bergman, Fellini, novelistas rusos o dramas nórdicos), pero en su caso todo es muy digerible, sin que nos atormente la velada con reflexiones de profunda enjundia. Solo es un disfrute sencillo que, además, termina de modo conforme a nuestras apetencias, y nos permite abandonar la sala de cine con una sonrisa suave y el deseo de que vuelva a acompañarnos con otra de sus historias, aunque parezcan siempre la misma y se revelen las evidencias de su escritura.
Antonio Venceslá Toro, cmf