Si pudiera tocar la guitarra
con las escamas y el latido de tu pecho,
esparciría el dolor de tu fuego fugitivo.
Si pudiera mirar la planta de tus pies,
entre el polvo lejano de una luna rota,
se encendería la leña de tus dedos.
Si pudiera tatuar un pestañeo
en la cigarra de tu fatiga,
atraparía los grillos de tus ojos desbordados.
Si pudiera en los pómulos del sol
dilatar garabatos,
respirar medusas,
y detener tu vuelo inocente,
serías mi brecha
de tigres constelados.
Pero, ¡te marchas Niño!,
desgarrando el rito de este amor ruidoso,
y tu país en ruina,
sigue fraguando el giro de tu trompo.
Un vaho de pájaros
esconde tu ropita desteñida,
y arden mis lágrimas cansadas
en la rutina del camino.
¡Adiós divino migrante!,
que dejas tu amor
en el seno del tiempo,
trazando mi fatiga
en las cenizas del calor hendido.
Amamantará tu cuna las rosas,
los páramos y el pie guerrero
del agua que salta,
los diques tempestivos
de aquella frontera
intersticial de mi patria cansada.
¡Adiós niño!,
añil pañuelo de largas alas…
Te dejo la ruina de mis uñas
y lo rudo de estas cuerdas ermitañas.
Mi guitarra exigua,
cruza la frontera
y toca su último acorde,
sonoramente,
desamparada.
Ramón Uzcátegui Méndez, sc
(FOTO: Isidoro Martínez desde Unsplash)