En una mañana fría,
fuimos a caminar a la montaña
Sam, Nía y yo,
deseosos de huir
de los pensamientos fracturados
y de las estadísticas post-covid 19,
informadas en el mundo
y en nuestro territorio aldeano.
Seguían apareciendo nuevas cepas del virus
y advertían de posibles síntomas
adversos a nuestra condición
física y frágil.
Los tapabocas adornaban
la boca dulce de las señoras
y el grueso bigote de los hombres
que bajaban a la ciudad
a ganarse el pan de cada día.
Unos eran rosados
como el chicle de una chupeta
importada de Colombia…
Otros, en cambio, eran negros
como una modelo traída de la noche
que disimulaba la espesa saliva
y la agonía de respirar
forzados en el ataúd del trapo.
Otros tenían estampados piolines,
fresitas, duendes, animales y calaveras
para reírse de la muerte
que hacía estragos
en todos los espacios y tiempos
del calendario decadente.
La venta de tapabocas,
inhaladores, aspirina,
anticoagulantes, paracetamol,
dipiridona, diazepam
y bombonas de oxígeno
ocuparon la demanda del mercado.
El limón y las plantas medicinales
en la zona urbana se agotaron…
Por primera vez cobraron valor
después de que en muchos años
eran miradas como monte y maleza.
En este trance de desterritorializarse
para ocupar otros territorios
obligados,
patológicos,
geográficos,
comerciales,
poéticos,
existenciales,
profesionales
y espirituales,
se experimentó en la cárcel doméstica,
por mandato,
el mito de la caverna de Platón
y el encierro de Jonás
en el cuerpo de la ballena
escrito en la Biblia.
De esta pandemia apocalíptica
muchos murieron y no salieron
victoriosos…
Otros quedamos infestados
y quizá ya no funcionaremos igual.
De mi paseo con Sam y Nía,
puedo decir que lo disfrutamos,
porque el encierro
y la prohibición al contacto,
se hizo ley para cuidarnos y cuidar a otros.
Puedo recordar que ese día Sam y Nía,
a medida que avanzaban,
marcaban el terreno con su tibio orín
que adormecía las plantas
y fertilizaba la textura de la tierra.
También dejaban algo de excremento;
como una manera de no ensuciar la casa
y aprovechar la salida
para hacer en un territorio,
más amplio y abierto,
sus necesidades naturales.
Esa mañana disfrutamos espléndidamente ese gran paseo…
Corrimos, jugamos, bebimos agua
y tuvimos contacto
con otros perros encontrados en el camino.
Al llegar a casa observé
que ambos perros estaban llenos de pulgas,
garrapatas y cadillo.
Su pelaje amarillo
estaba poblado
de estas especies
de insectos y vegetales.
Esto me llevó a pensar en la poesía:
Vino a mí la imagen
del cuerpo de Sam y Nía,
como un hermoso territorio o papiro,
como un país o una nación en diáspora,
donde las garrapatas y pulgas incrustadas por accidente,
llegarían a ser los verbos minúsculos
para la construcción de un extenso poema
fragmentado en trozos;
aún por descifrar.
Pero tenía que espulgarlos;
limpiar su territorio
antes de que enfermaran.
Creo que esto hacen algunos gobiernos del mundo
con los migrantes.
¿Hasta dónde hemos perdido la razón y el amor?
Sam y Nía,
son mis amigos caninos inseparables,
y casi mi sombra en los paseos
y en las vísperas
sé este camino aún por transitar,
para llegar a algún lugar
del tiempo y del espacio
que aún no conozco.
Ramón Uzcátegui, sc
(FOTO: Álvaro Serrano)
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