Soy aficionado al fútbol. Me gusta, alguna vez me ha emocionado, ver a futbolistas o entrenadores entonando su “mea culpa”. Piden perdón a la afición por un penalti fallado, o por un mal planteamiento táctico o por un fallo del portero… Las aficiones suelen ser, normalmente, indulgentes con ellos. Ante este honesto gesto, repetido con alguna frecuencia, me pregunto ¿por qué hay otras personas que nunca reconocen sus errores ni piden perdón? Estoy pensando en maltratadores, en famosos de vida escandalosa, en políticos corruptos, en familiares tóxicos, en adolescentes que practican bullying, en comerciantes aprovechados… que ni se retractan de sus actos ni los reparan.
En los medios aparecen, no pocas veces, personas que dicen no arrepentirse de nada de lo que han hecho en su vida. Argumentan que en sus vidas todo se ha combinado de forma tan genial que han llegado muy satisfechos o satisfechas a su estado actual. Madonna, la cantante estadounidense, no pudo expresarlo mejor en una ocasión: “No me arrepiento de absolutamente nada; todo lo que hice marcó un paso en mi vida, sin eso no sería lo que soy”.
Sin poner en duda su sinceridad -dice lo que piensa-, sí lamentamos su torpe ceguera. Porque, ¿existe alguien tan perfecto que no tenga que arrepentirse absolutamente de nada? ¡Imposible sostener con fundamento esa elemental falta de autocrítica! Cualquiera de nosotros, en un día normal, nos arrepentimos de siete cosas, por lo menos. Somos humanos, no perfectos.
Un mínimo de ética demanda autoconocimiento humilde. Los que dicen no arrepentirse de nada y se exhiben como inmunes al remordimiento, sin duda que alguna vez se habrán arrepentido de algo. Y seguro que aquel arrepentimiento precoz resultó ser un eslabón más del laberinto de las causas y azares que le han conducido hasta su gozoso y luminoso presente. Esos arrepentimientos, previos a su actual complacencia, también han contribuido a alcanzarla. ¿Por qué no reconocen también su valor?
Nuestra situación personal, por muy satisfactoria que nos parezca, no es más que una estación de paso. Importa adónde lleguemos al final. La buena dirección es esencial. Para acertar en esa diana hay que ir corrigiendo el rumbo y llevando firme el timón. Para ello arrepentirse resulta imprescindible. Normalmente los errores suelen ser las experiencias que más nos ayudan a crecer; los peores días nos dan lecciones. Pero, si se los maneja bien, como enseña el genial escritor Saramago: Para qué sirve el arrepentimiento, si eso nunca borra nada de lo que ha pasado. El mejor arrepentimiento, consiste sencillamente en cambiar. Así, el arrepentimiento vuelve útiles los errores. Arrepiéntete, no te arrepentirás.
Juan Carlos Martos cmf
(FOTO: Alexis Joseph desde Cathopic)