En mis años de estudiante de teología, un misionero mayor solía repetir con alguna frecuencia este adagio: “Missus, missus, non intromissus”. Con él salía al paso de un defecto que abunda como los espinos: la curiosidad malsana. Trataba de inculcarnos que un misionero es un enviado (missus), pero jamás debe ser un entrometido. No debemos ir donde no se nos llama, no debemos responder a lo que no se nos pregunta, no debemos hablar de lo que no sabemos… a riesgo de poner en peligro la buena relación que debemos entretejer con los demás. Este principio de sabiduría habría que aplicarlo a todo grupo humano. Lo hizo suyo la misma Santa Teresa, esa mujer de carácter fuerte, mente lúcida y pluma a menudo afilada. Suya es esta lúcida oración:

Señor, tú sabes mejor que yo que comienzo a ser vieja y que un día lo seré verdaderamente. Líbrame de la funesta costumbre de pensar que tengo algo que decir sobre cada tema y sobre cada situación. Líbrame del deseo de querer arreglar los asuntos de otro. Hazme prudente y no melancólica. Haz que sea compasiva y no entrometida. Enséñame la ciencia magnífica que consiste en reconocer que, a veces, puedo equivocarme. Hazme amable, por lo menos de un modo razonable”.

El lento correr de los años envejece el cuerpo y la inteligencia y damos por supuesto que tenemos “experiencia de la vida”. Justo en ese momento nos acecha el peligro del juicio presuntuoso frente a los otros o el rechazo y desprecio de lo novedoso. Se trata de un vicio que no es exclusivo de los ancianos ni de las mujeres, en absoluto, y que da forma a la figura del “entrometido” o fisgón.

Hay un entrometido dentro de cada uno de nosotros que está siempre al acecho, dispuesto a curiosear indiscretamente, a juzgar, a criticar, a levantar acta sobre los asuntos ajenos. El fisgón es una figura combatida en vano por el tan proclamado derecho a la privacidad y a la protección de datos personales. El género del cotilleo resulta en nuestros días cada vez más agresivo y mantiene prósperamente el éxito de revistas y programas televisivos indecentes.

Frente a ello cuidemos nuestra mirada. Es un arma de doble filo a manejar con exquisito cuidado para saber con exactitud cuándo hay que avivarla y cuándo frenarla. Aún sabiendo que hay una sana curiosidad que es madre de la ciencia, de hecho, santo Tomás de Aquino opone el studium, que centra y es una virtud, a la curiositas, que dispersa y es un vicio. Aquél posibilita la sabiduría; ésta la impide.

Meditemos la exhortación de santa Teresa con su invitación a ser amables, respetuosos, discretos y autocríticos, a “no juzgar para no ser juzgados” como nos dice Jesús en el evangelio y, -¿por qué no decirlo también?- incluso a saber envejecer con gracia y afabilidad.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Josh Mills)

 

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