Nuestro futuro como cristianos se juega en un cambio profundo de la manera de relacionarnos con la Iglesia; cambio no meramente cosmético o estratégico, sino verdadero y profundo, que restaure de raíz nuestra identidad y nuestra cordial pertenencia eclesial.
Hay todavía unos pocos que miran las fronteras desde dentro y dicen: «extra ecclesiam nulla sallus» (=fuera de la Iglesia no hay salvación); otros, en cambio, la miran desde fuera y exclaman: «intra ecclesiam nulla sallus» (=dentro de la Iglesia no hay salvación). Este “dogma” laicista nos está haciendo tambalear. ¿Cómo salir de esta dicotomía tan falsa como fatal? Si bien no es cierto que fuera de la iglesia no hay salvación, sí lo es que al margen de ella no la hay. «Fuera» de la Iglesia, quizá sí; pero no «sin» ella o «al margen de» ella. La salvación cristiana pasa por la historia y lo concreto de su cuerpo visible, ya que, de lo contrario, quizá sea salvación, pero no será cristiana.
El dogma de la Encarnación no afecta solo a la asunción de una carne biológica en Jesús de Nazaret, sino también de una carne histórica en la Iglesia. Sigue siendo válido para su cuerpo histórico lo que lo fue para su cuerpo biológico: que solo se puede salvar lo que se asume plenamente. Dios asume plena y misteriosamente su cuerpo histórico como prolongación de su cuerpo humano. Y lo asume salvándolo y para la salvación, para ser signo y sacramento de salvación ofrecida a todos los hombres. Este es el origen y la finalidad de la Iglesia, y para esto pervive en la historia hasta el fin de los tiempos, cuando Dios lo será todo en todos.
Por tanto, la consecuencia es clara: No habrá cristianos sin una inequívoca empatía con la Iglesia, con sus sufrimientos, con su desconcierto, con sus miedos y sus carencias…; pero también, y sobre todo, con sus gozos y sus esperanzas. Estamos en esto bajo el signo de Rut: no lo entiendo todo, no lo comparto todo…, pero «tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios».
La encarnación es dolorosa, la carne impone una exasperante lentitud al espíritu, y es que la encarnación es la kénosis del espíritu… Nosotros querríamos liberarlo de la carne y de la historia, dejándolo volar libre, sin ataduras, sin estructuras, sin mediaciones humanas, sin defectos ni ambigüedades, puro como la energía, libre como nuestros inciensos aromáticos que sobrevuelan la realidad sin aterrizar en ella…, pero Dios no.
La iglesia tiene sus defectos, sus desavenencias, sus disensiones, pero se mantiene indefectiblemente una en la diversidad. Creo que este aspecto no se calibra lo suficiente cuando se sitúa uno en esa frontera eclesial donde se perciben más las sacudidas y las dificultades que las virtudes.
Juan Carlos Martos Paredes, cmf