Existe una virtud-defecto (las dos cosas unidas) que me parece, por lo menos, cuestionable y temeraria. Se trata del perfeccionismo.
Es una virtud porque, evidentemente, lo es el tender a alcanzar la excelencia en todo. Pero así mismo es un defecto porque no tiene en cuenta que lo perfecto no existe en este mundo. Se ha dicho: “Si es perfecto no es humano; si es humano no es perfecto”. Los errores y fracasos son parte de toda vida humana. Todo el que se mueve se equivoca alguna vez.
Todos conocemos a algún “perfeccionista”. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e incluso llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.
Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos y sufren espectacularmente cuando se topan con las rebajas de la realidad y ven que, muchas de sus obras -a pesar de todos sus esfuerzos-, se quedan a mitad de camino.
Por eso me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarnos desde niños es a equivocarnos. El error, el fallo, son parte inevitable de la condición humana. Hagamos lo que hagamos habrá siempre un coeficiente de error en nuestras obras. No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón y hasta, como me decían de pequeño en Don Benito, “ali quando bonus dormitat Homerus” (“incluso el gran Homero se despista de vez en cuando”).
Por eso, sería provechoso aprender de las personas sobre todo cómo se reponen de sus fallos que el número de errores que cometen. El arte más difícil no es el de no caerse nunca, sino el de saber levantarse y seguir el camino emprendido.
Temo por eso la educación perfeccionista. Los niños educados para arcángeles se pegan luego unos topetazos que les dejan hundidos por largo tiempo. Y un no pequeño porcentaje de amargados de este mundo surge del clan de los educados para la perfección. Los pedagogos dicen que «es mejor un plato roto que un niño roto».
Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo. Lo que sí existe es gente que sabe sacar fuerzas de sus errores y otra gente que de sus errores sólo saca amargura y pesimismo. Y sería estupendo asumir que no hay una vida sin problemas, pero que hay en toda persona capacidad para superarlos.
No vale realmente la pena llorar por un plato roto. Se compra otro y ya está. Lo grave es cuando por un afán de perfección imposible se rompe un corazón. Porque de esto no hay repuesto en ningún mercado.
Juan Carlos Martos, cmf