El valor de la letra “y”

Hay quien asegura que los españoles tendemos a ser muy extremistas y pasionales: o blanco o negro; o cuerpo o alma; o centralistas o separatistas; o meapilas o anticlericales; o revolucionarios o conservadores…  Creo que en parte tiene razón. Pero somos muchos más los que sentimos una secreta pasión por la conjunción disyuntiva “o”, más que por la copulativa “y”: o Dios o el hombre; o tradición o modernidad; o rojos o azules; o madridistas o culés; o dentro o fuera; o norte o sur; o todos o nadie; …

En todos nosotros late la inclinación a ser dualistas, a dividir el mundo en dos mitades irreconciliables. Esto nos hace muy duros y críticos con los demás… ¡y con nosotros mismos! Porque al mirar hacia dentro nos preguntamos, ¿qué somos: santos o pecadores? ¿Qué es lo más profundo que hay en nosotros: la bondad o el egoísmo?

Porque nos habita un conflicto. Dentro de cada uno convive un santo que se empina hacia la excelencia, y también un otro que se precipita por caminos envenenados. Cautiva la sinceridad de Henri Nouwen cuando describía este conflicto en su propia vida: “Quiero ser un gran santo –confesó una vez– pero me resisto a privarme de todas las sensaciones que experimentan los pecadores”. Esta tensión bipolar nos pone contra las cuerdas en las opciones morales: Queremos lo bueno, pero, también y a la vez, muchas cosas censurables. Se haga lo que se haga, cada elección supone una costosa renuncia. Entonces, ¿cuál es nuestra verdadera personalidad? ¿Qué somos en realidad, santos con un gran corazón, o mezquinos y rencorosos? Al parecer, somos ambas cosas: santos y pecadores, puesto que la bondad y el orgullo corren por nosotros.

El desafío es integrar los dos polos, encontrar fórmulas imaginativas que superen el dualismo y nos permitan aprovechar lo mejor de cada parte en unidades superiores. A veces, nuestro pétreo catolicismo no nos ayuda mucho a caminar en esta dirección, a menos que lo oxigenemos con una espiritualidad más pneumatológica; es decir, más abierta a la acción del Espíritu Santo, que es el único que garantiza la unidad en la diversidad; que une pasado, presente y futuro; que reparte dones diversos para la construcción del único edificio o para el funcionamiento del mismo cuerpo. Se requiere una honda espiritualidad para vivir estos contrastes de la vida no como antinomias excluyentes sino como armónicos de una sola realidad. Sin actitudes de apertura y elasticidad, resulta imposible abordar los muchos conflictos personales o sociales en nuestro mundo pluralista. Pensar en unidades homogéneas (mono-lingüísticas, mono-religiosas, mono-culturales, mono-raciales etc.) va contra esa biodiversidad que el Espíritu Santo crea para que todos podamos madurar en un ecosistema complejo y enriquecedor. Es hora, pues, de manejar más las “yes” que nos unen que las “oes” que nos distancian y enfrentan.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: TJ Arnorld)

 

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