Dos pececitos nadaban en el agua cuando se encontraron con un pez mayor que nadaba en dirección opuesta, el cual les saludó con la cabeza y les dijo: -“Buenos día, chicos, ¿cómo está el agua?”. Los dos pececitos siguieron nadando durante un buen rato, hasta que uno de ellos miró al otro y le preguntó: -“¿Qué diablos es el agua?”.
Este cuentecillo fue narrado por David Foster Wallace al inicio de su discurso en la universidad de Kenyon en 2005. Al contarlo pretendía poner de manifiesto que los hechos más obvios y elementales de la vida suelen ser los más difíciles de percibir y de expresar. De hecho, lo más complicado de demostrar es lo evidente. Una venda invisible nos hace ciegos y sordos ante lo inmediato.
¿Es posible vivir bien desde la inconsciencia de lo que nos rodea? La clave está en el desarrollo de la atención como facultad superior. Prestar atención es palpar lo real, contactar con lo inmediato, con lo que forma parte de nuestro escenario vital. Damos por supuesta la existencia de muchas cosas, pero reparamos muy poco sobre realidades tan inmediatas como caminar despacio, palpar una fruta, lavarnos los dientes, reconocer una manía, sentir el aire que respiramos, escuchar en silencio los ruidos que nos llegan… Es particularmente penoso cuando se trata de las personas, con las que nos cruzamos a diario en el autobús, o en la calle, o en el puesto de trabajo, o incluso en la propia familia. ¡Con qué frecuencia pasa desapercibida la ausencia de un compañero, o no entendemos las quejas de un vecino, ni reparamos en el rostro de un desconocido, ni nos afecta el dolor de un sufriente,… Ensimismados tras las gafas opacas de nuestras cosas, ¿no nos estaremos perdiendo lo mejor de la vida?
Porque, con seguridad, lo mejor de nuestra existencia se inicia en prestar atención, en advertir. La atención se ejercita mediante la observación, que debemos adiestrar tenazmente. En la medida en que la entrenamos, se despiertan nuestros sentidos interiores y se disipan las barreras que nos distraen y aíslan. La atención ejercitada nos conduce al asombro. Y el asombro, como sabemos, es el umbral de la fe. “Asombrarse” significa “sacar o salir de las sombras”, empezar a vislumbrar claridad en la realidad y notar su belleza y magnitud insondables. El asombro nos permite reconocer la presencia del Misterio en el fondo de lo real. Dios estaba ahí, pero no lo veíamos. Pero -¡tomemos nota!- lo contrario al asombro es la inconsciencia y la distracción, que incapacitan para percibir la sacralidad desbordante y valiosa que esconde todo lo real.
Juan Carlos Martos, cmf