El cine argentino tiene la rara habilidad de diseñar historias en las que sus protagonistas hablan sin parar, creando réplicas ingeniosas y adornando sus reflexiones con una prosa hermosa que emana de una experiencia primordial.
En El último traje, asistimos a las peripecias de un anciano superviviente del genocidio nazi que, en el postrero período de su vida, anhela regresar a los lugares y, sobre todo, a los encuentros que dejó pendientes cincuenta años antes en una ciudad polaca, testigo de sus alegrías adolescentes y de su tragedia familiar e íntima. Dejando atrás unas hijas de las que se siente muy lejano y que quieren ingresarlo en una residencia, emprende un largo viaje transoceánico (de Buenos Aires a Madrid) y continental (de Madrid a Lodz) para cumplir una promesa. Sastre de profesión durante todos sus años argentinos, ha reservado su último trabajo para un amigo que le ayudó cuando, liberado de la barbarie nazi, apenas encontró quien le socorriera en su desamparo. El último traje que realizó en su taller le acompañará en su viaje y será testigo de las incidencias que le suceden, en las que no falta un toque de humor y socarronería, presentes en el modo como afronta los inconvenientes que le suceden.
El último traje es cine de la memoria, primero, y de la bondad inesperada, también. La película nos habla de la necesidad de conservar los recuerdos como motor que empuja a seguir adelante, da sentido y hace que las ilusiones no se queden dormidas en un limbo irrealizable. Y también nos habla de la presencia de ángeles que ayudan cuando es necesario y llegan incluso a doblegar el empecinamiento de un anciano irreductible que quiere viajar en tren de París a Varsovia sin pasar por Alemania. De alguna manera, las experiencias que vive durante su viaje le ayudan a superar los prejuicios (más que justificados) que jalonaron su larga vida más allá del Atlántico. Y es que una acogedora recepcionista madrileña, una atenta antropóloga alemana o una cariñosa enfermera polaca pueden ser elocuentes figuras salvadoras que dan gratis el respeto, la compañía y la ternura.
La interpretación del actor argentino Miguel Ángel Solá, de probada experiencia también en nuestro país, contribuye con su entonación y sus gestos a acercar a este viejo cascarrabias que logra enternecernos y hacer que nos emocionemos con él una vez alcanza su ansiado objetivo.
Antonio Venceslá, cmf