EL TAZÓN DE CALDO

Esto fue en Suiza, pero podría haber sido en Portugal o en cualquier otro lugar. Una anciana entró en un restaurante «self-service», pidió un tazón de caldo, pagó y se sentó en una de las mesas libres. En esto, vio que se había olvidado del panecillo, fue a buscar una carcasa y volvió a su lugar.

¡Sorpresa! Delante del tazón humeante se sentaba ahora un hombre de color, un negro, a comer tranquilamente.

«¡Esto es demasiado! -pensó la buena mujer-, pero por lorpa es que yo no voy a pasar». Dicho y hecho. Se sentó al lado del desconocido, partió la corteza del pan a pedacitos, los empapó en la vasija que estaba delante del hombre y puso la cuchara dentro. El negro, complaciente, sonreía sin decir nada. Tomaron una cucharada cada uno, alternativamente, hasta agotar la sopa; después el hombre de color se levantó, se acercó a la banca y no tardó en regresar, con un jugoso plato de espagueti y… con dos tenedores. Ambos comieron del mismo plato, en silencio, turnándose.

Al final, «¡Hasta la vista!» -saluda al hombre-, con el aire satisfecho de un scout que practicó una buena acción, y se va. «¡Hasta la vista!» -responde la mujer-, apenas rehecha aún de su espanto y acompañándolo con la mirada. Después, busca la bolsa que colgara en la espalda de la silla y… ¡santo Dios! la bolsa, ¿dónde está?… entonces… aquel negro… Iba a gritar: «¡Agarren que es ladrón!» pero, en esto, ve la bolsa colgada de una silla, dos mesas más atrás de donde había estado sentada. Y encima de la mesa, una bandeja con su tazón de caldo, ya frío.

Después de todo, no fue el africano el que comió de su sopa, fue ella la que, al cambiar la mesa por error, comió a expensas del buen hombre.

Este caso de la vida real me hizo recordar una serie de cosas. La famosa deuda internacional, por ejemplo. Según los países acreedores, el Tercer Mundo les debe toneladas de dólares. Sin embargo, cabe preguntarse si, en las condiciones en que se concedieron los préstamos, las deudas ya no se pagaron por duplicado y por triplicado. ¿Serán los países pobres unos estafadores o no serán antes las potencias ricas unas sanguijuelas, al pretender convertir la «deuda externa» en «deuda eterna»? ¿Están las naciones pobres comiendo del tazón de los países ricos o no están las grandes damas comiendo y bebiendo a expensas de los más pobres?

Y viene a propósito la inmigración. ¿Por qué sólo hablamos de los problemas y no es de extrañar que nuestro país pueda ofrecer trabajo a extranjeros, aunque muchos portugueses también tengan que ir a buscarlo fuera?

La inmigración no es un problema. Es más bien una oportunidad para todos. Los africanos, rumanos, brasileños o moldavos los hacen más prósperos; trabajan, consumen y compensan nuestro déficit demográfico. ¿Viven ellos a costa nuestra o no vivimos también nosotros a costa de ellos?

Además -y este dato no siempre se considera- la emigración (que nos hace salir del propio país) y la inmigración (que trae a otras personas aquí) funcionan como el movimiento en el agua. El agua estancada no se conserva potable ni constituye un medio propicio para el desarrollo de la maravillosa fauna y flora acuática. Lo que no se airea se pudre. Un pueblo cerrado sobre sí mismo se va corrompiendo. La emigración y la inmigración garantizan la salud física, psíquica y espiritual de cualquier nación.

Todos o casi todos nosotros, habitantes de la punta final del continente asiático, que llamamos «Europa», somos descendientes de inmigrantes más o menos remotos. Nuestro país, sin ir más lejos, es el resultado de muchos pueblos que han venido de fuera y se han mezclado con los de aquí a lo largo de los siglos. Una vez llegaron muchas veces como violentas invasiones, a hierro y fuego. Hoy, por el contrario, vienen de manera pacífica, dispuestos a ganarse el pan y la paz que necesitan. Estos hombres y mujeres aventureros, sacrificados y valientes, traen la savia nueva que necesita el viejo tronco, tan gastado y acomodado.

Me parece más sensato, pues, que los acojamos cordialmente y compartamos con ellos la mesa del restaurante o de la escuela, el banco de la iglesia o del jardín, la fila del supermercado o del estadio, la cama del hospital o del asilo de ancianos.

Después de todo, ¿qué es el Mundo sino una casa común, hecha de tierras y de mares, de ríos y de sierras, de trópicos y de regiones polares, de suelo cultivable y de bosques, habitado por toda suerte de seres vivos, respirando el mismo aire, en solidaria convivencia? Convertir la historia en un cuadrilátero de luchas fratricidas no es más que una locura. Hombres y mujeres, independientemente del color y la etnia, serán sabios y felices en la medida en que se traten entre sí como vecinos y conocidos, como amigos y hermanos.

Porque, en última instancia, entre la Madama suiza y el negro africano, la diferencia no será tan grande. Ella come, ríe y habla como él. Él tiene un corazón que late como el de ella. Juntos, ambos quedan a ganar. Ven de lo que es capaz la humanidad.

La palabra «extranjero», que significa «extraño», es para tachar de nuestro diccionario. No hay extraños. Lo menos que podemos hacer es compartir un tazón de caldo.

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Karim Manjra)

 

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