Ahí, en aquel lugar,

estaban los bolsillos nitrosos

de mi pantalón sin tiempo.

(La ciudad despertaba

con el ruido de un caracol sonoro.)

Yo caminaba…

no sé si entre la pátina de un sueño

o sobre el nodo de las sombras perseguidas

en dimensiones de ángulos de una quimera.

La esfera del tiempo concluía su último giro,

mientras morían los ojos de una memoria.

 

El ritual de un caballo de mar obrizo,

había comenzado…

Llegaba hasta mi oído su lenguaje curvo y desnudo,

aquel que con los años

nos perfuma de melancolía

y nos hace mirar las cosas con tristeza.

 

(Muchas veces lo escuché en el mar,

ahora sus quejas se repiten en la ciudad

como rojas rosas

en las lágrimas de un jazz negro.)

 

Todas las cosas respiraban en su lenguaje:

los árboles caídos,

el suelo,

los automóviles

y hasta mi billetera rota

de números telefónicos.

Su boquilla soplada por el viento,

movía del asfalto las partículas

de las sombras encuadernadas

por un día sin contornos.

Y los hombres respiraban nuevas esperanzas…

 

Hace una semana,

un año, un siglo…

¡No recuerdo!

Se marcharon los negros

a otra ciudad,

y, a esta misma hora

el caballo marino se escucha melancólico,

dormido entre mis venas,

como una rosa roja

sin el lenguaje de la vida.

 

Ramón Uzcátegui Méndez, sc

(Del Libro Cuaderno de la Ciudad. Año 1999)

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