El profesor de persa

Parece que el realizador de origen ucraniano Vadim Perelman siente cierta querencia por asuntos relacionados con Persia. En su interesante película Casa de arena y niebla, nos presentaba las desventuras de un militar del ejército del Sha que, tras el derrocamiento de éste, malvivía en Estados Unidos añorando su vida pasada y ansiando el regreso a su país. Persia como tabla de salvación y lugar soñado vuelve a aparecer en El profesor de persa.

Estamos en 1942. Gilles es un judío que, cuando intentaba cruzar Francia, es atrapado por los nazis y conducido junto a otro grupo de judíos al lugar donde va a ser ejecutado. Cuando está a punto de ser fusilado simula su muerte, pero es descubierto y para no ser asesinado declara no ser judío, sino persa. Esa treta, que podría ser fácilmente refutada, basta para que sea conducido a un campo de concentración donde un capitán alemán desea aprender el farsi, el idioma persa, con el propósito de trasladarse a Teherán cuando finalice la guerra. Naturalmente, Gilles no tiene ningún conocimiento de dicho idioma, pero se las ingenia para ir sorteando dificultades y sobrevivir que es lo que trata de hacer de cualquier modo. Para ello se inventa un idioma a base de memorizar palabras inexistentes. “Invención de un lenguaje” es el título del relato en el que se basa la película. Entre el militar y el prisionero se entabla una relación que, con sus altibajos, podría parecerse a algo parecido a la amistad, aunque interesada por un lado y por otro.

Se nos indica al comienzo de la película que está basada en hechos reales. Viene bien saberlo porque la historia parece increíble. Sin embargo, una secuencia final explica en buena parte cómo Gilles ha podido sobrevivir y superar con éxito los riesgos que ha corrido durante su estancia en el campo.

La extrañeza de las situaciones viene paralela a cierto distanciamiento en la presentación de las mismas. A diferencia de otras producciones ambientadas en un contexto similar, en El profesor de persa no se pone el acento en demasía en la arbitrariedad de los carceleros, que existe, y en la dureza de los asesinatos, que también se producen. Las circunstancias descritas no son descritas de un modo tan realista como en otros casos. Incluso diría que cierto sentido del humor, ausente generalmente en un ambiente tan extremo, se sobrepone a la trágica rigidez vivida por los prisioneros. Esto hace que no resulte fácil empatizar con el destino de los protagonistas, pues da la impresión de que todos, no solo Gilles, están protagonizando una impostura. La interpretación de los protagonistas (el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart, como Gilles, y Lars Eidinger, como el capitán) ayuda, no obstante, a seguirla con cierto interés, a pesar de la inverosimilitud que parece adueñarse de la función. La última secuencia nos invita a repensar todo lo visto y observarlo con otros ojos. Esos minutos finales transmiten la ansiedad y el dolor que El profesor de persa no ha conseguido transmitir en todo su metraje.

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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