Hemos visto en muchas películas la imagen de una Irlanda sacudida por el hambre y la emigración. Sebastián Lelio, realizador chileno, nos invita a adentrarnos de nuevo en la realidad doliente de un país castigado por la hambruna y su propia superstición. Estamos en el último tercio del siglo XIX. Una enfermera viaja a un remoto lugar de Irlanda para certificar un hecho sorprendente que tiene a todos maravillados: una niña lleva varios meses sin probar alimento, sin que su salud se haya resentido por ello. Ha sido llamada de Inglaterra con su bagaje de racionalidad y sincero deseo de hallar la verdad de los hechos, junto a una monja (que podría significar el contrapeso religioso de interpretación de los acontecimientos), por quienes ejercen la autoridad en el pueblo: el médico, el sacerdote, el alcalde. Puestas las cartas sobre la mesa, se inicia una partida sazonada de fanatismo y superstición, por un lado, y racionalismo por otro. En el planteamiento de la historia no es un elemento secundario el contexto familiar de la presunta “ayunadora” en el que el elemento religioso/fanático adquiere un peso fundamental.

La enfermera, a la que da vida la joven actriz Florence Pugh, se decanta por el intento de buscar explicación a tan extraño suceso. Y su esfuerzo choca con quienes pretenden encontrar razones que van más allá de la razón, en nombre de un sentimiento religioso mal entendido. Por esto resulta poco explicable que se llame a una persona extraña, venida de un lugar tan distinto (no deja de latir en la trama la tensa relación Irlanda-Inglaterra) que además no participa de la visión opaca de una religión descorazonadora e inhumana.

No es éste el lugar de desentrañar el nudo de la trama. En cambio, sí podemos subrayar el desarrollo de la historia y la forma cómo Sebastián Lelio se sitúa ante los hechos y nos los presenta. Para comenzar nos sitúa en un espacio externo a la historia que se va a narrar, y al final nos vuelve a sacar del contexto descrito, como forma de explicitar que vemos una película: así que lo que nos narra tiene mucho de falacia o construcción artificiosa. El plano inicial y final puede parecer innecesario, demasiado explícito, y hasta erróneo, por lo que tiene de intrusismo en la libertad del espectador. No aporta nada a la historia, salvo que el realizador quiera dejar claras sus intenciones, cosa que tampoco es necesaria. El espectador puede sacar sus propias conclusiones desde la historia narrada, sin que necesite coartadas presuntamente originales.

Nos queda al final una película muy interesante que puede dar de sí para iniciar un debate entre la razón y la fe (o una forma de fe que queda desautorizada en la película, podríamos decir que de manera justa). Una propuesta más en el interesante catálogo de Netflix.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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