El primor de la sencillez

Vivimos en la cultura de la imagen y también de la ostentación. Muchos están convencidos de que cuanto más acicalados y compuestos se presenten, cuanto más deslumbren, más seductores y envidiados resultarán ante los demás. Pero en realidad, la cualidad más fascinante y difícil de conseguir es la sencillez, esencial en el ser humano por ser imagen y semejanza del Dios. Siempre me ha parecido que los espíritus más verdaderos son aquellos en que se refleja lo más sublime de Dios: su humildad. Cuando Él se hizo visible, todo fue humilde y sencillo. A nuestro Dios humilde le “caen” muy bien los humildes y pequeños o, como alguien les llama, los “santos del aprobadillo”.

La sencillez atrae por sí misma ante una simple mirada, y sólo el superficial la toma por carencia o vulgaridad. Si hemos de poner en valor, por ejemplo, una perla preciosa, lo mejor es colocarla en un marco sobrio, sin otros aditamentos que entren en competencia con ella o la oculten. No necesita auparse entre otras realidades u objetos.

Esto vale también para las relaciones humanas. El que es verdaderamente sencillo no es pedante, desconoce el postureo, espontáneamente se sitúa a la misma altura de sus interlocutores, pero sin esconder su tesoro interior ni hacerlo desaparecer. Porque nunca le lleva a “enterrar los talentos recibidos”, sino a invertirlos sin abrumar ni pisotear.

Es lo que encontramos en la manera de pensar y de relacionarse Jesús con los pobres, las mujeres o los niños, que eran los más marginados de su tiempo. Destaca el frescor, la libertad y la limpieza con que los miraba y los trataba. Sin engolamiento alguno, evitando protagonismos. En esa misma línea se sitúa el hecho de que casi todas las personas de más valía y talento tengan ademanes naturales y campechanos; aunque esos mismos ademanes espontáneos sean considerados con indicio de poca valía por los fatuos y prepotentes.

El camino hacia la sencillez está bien trazado. Es como un monte al que hay que subir “bajando”. Y tiene dos senderos: uno de cabras, que va derecho desde la falda a la cumbre, escarpado, durísimo, empinadísimo; y un camino carretero, que sube también, pero en zigzags, dando vueltas y vueltas en espiral.

Los sencillos, los verdaderos santos, suben por el de cabras, dejándose la piel en las esquinas de las rocas. Lo dan todo de una vez, viven hora a hora en la tensión del amor perfecto que los lleva a desnudarse de toda vanidad y autolatría. Y, no pocas veces, a ser injustamente censurados por “simplones”, sin serlo en absoluto.

Es que la sencillez siempre corre el riesgo de ser confundida con la “ramplonería”, con lo banal, tosco o pobretón. Por esa razón, todos tenemos el peligro de equivocarnos cuando hemos de juzgar las realidades humanas.

Juan Carlos cmf

(FOTO: Pablo Arroyo)

 

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