En sus escritos, el P. Claret repite cómo, desde siempre, buscó lo mejor aspirando a las metas más altas. Esa intención la encontramos en infinidad de testimonios. Ya de niño dice el santo: “El catecismo lo aprendí con tanta perfección, que lo recitaba siempre que quería de un principio al último sin ningún error” (Aut 23), o cuando de joven, en el taller de su padre, le obedecía sin rechistar, ni poner mala cara, ni manifestar disgusto y “trabajaba cuanto podía sin tener jamás un día de pereza ni de mala gana” (Aut 31), o en sus prácticas piadosas, con su palmaria confesión: “nunca me cansaba de estar en la Iglesia” (Aut 48). Es de lo más conocido su delirio por la fabricación en sus años juveniles en Barcelona, que le desataba un “continuo pensar en máquinas, telares y composiciones me tenía tan absorto que no acertaba en pesar en otra cosa” (Aut 65). Mantuvo esa impronta durante sus años de madurez como evidencian múltiples de sus propósitos: “Propongo hacer bien y del modo que me pareciere mejor las cosas ordinarias” (Aut 649), o en sus deseos de imitación de Jesús (Aut 428-437) o al manifestar: “pondré sumo cuidado en hacer bien cada cosa particular, como si no tuviera nada más que hacer” (Aut 791), o al proponerse “nunca perder un instante de tiempo: y así siempre estaré ocupado en el estudio, oración, administración de sacramentos, predicación, etc.” (Propósitos 1850. 16).
Ponerse metas altas es óptimo. Coronar cumbres difíciles aporta alegría, sano orgullo y satisfacción. Pero cuando el esfuerzo, la diligencia y la meticulosidad se transforman en perfeccionismo, acaban en la vía muerta de la ansiedad, el agotamiento y la depresión. ¿Sufrió algo de esto nuestro Fundador? ¿Fue un obsesivo perfeccionista que buscó hacer su trabajo con la máxima corrección, batiendo récord o tratando de ser mejor que nadie? Es muy difícil distinguir a un perfeccionista neurótico de alguien abnegado que no ahorra cuidados y dedicación a su trabajo.
No es lo mismo perfeccionismo (vicio) que excelencia (virtud). Se diferencian al analizar cómo se reacciona ante el fracaso. Si ante lo imperfecto no aparecen los insidiosos síntomas obsesivos de ansiedad, depresión, ira, intolerancia, rigidez… posiblemente no se trate de víctimas del perfeccionismo, sino de personas disciplinadas e incansables que, al tratar de alcanzar sus metas, integran la imperfección propia y también los errores y fallos de los demás. En el caso de Claret, su meta fue la santidad, don de Dios contagiado sabrosamente en sus contactos con Jesús, María y una muchedumbre de santos y santas (cf. Aut 214-263). Su santidad estuvo depurada además por una asombrosa falta de autorreferencialidad, como él mismo humildemente expresó y realizó: “pensé no sólo en santificar mi alma, sino también discurría continuamente qué haría y cómo lo haría para salvar las almas de mis prójimos” (Aut 113). Esto explica su probada opción preferente por los pobres y por los pecadores. Por los dos. Sin descartar a nadie.
Juan Carlos Martos Paredes, cmf