Con la varita sirviendo de radar, un ciego iba caminando por la Rua do Carmo, en Lisboa. No veía a los niños que jugaban y saltaban de regreso de la escuela, no veía los edificios que se erguían de un lado y otro. No quedará en la historia como los ciegos famosos, Camões, Homero o Helena Kéller. Pero él «ve» hacia adentro.
Y aquí, yo pecador me confieso. Estaba zigzagueando, entre un hormiguero de gente, en hora punta, y acabé dándole una patada à la varita de este inusual ciego. Cuando se la devolví con mil súplicas de perdón, se limitó a decir entre comprensivo y bien humorado: «Al fin y al cabo, amigo, ¿quién es el ciego?».
Él, de hecho, no necesitaba abrir los ojos para estar rodeado de ciegos. ¿No es ciego quien corre por aquí y por allá y ni siquiera se da cuenta de la gente que lo rodea? ¿No es ciego quien sólo se llena la boca hablando de dinero, de proyectos baratos y de esperanzas que se marchitan? ¿No son los hombres y las mujeres ciegos los que rinden culto al consumo y al placer a cualquier precio? ¿No es ciego quien sólo ve dos palmos delante de su nariz y no le importa ver otros panoramas?
Hay ceguera donde no hay amor. Los ciegos de rabia, de orgullo, de pasiones y prejuicios no necesitan ir al oculista, sino al cardiólogo. Sin corazón no ven las injusticias ni respetan los derechos de los demás. No se molestan ante la degradación de la familia ni del ambiente. Las preocupaciones egoístas les nublan de tal manera la visión que hasta esa montaña infinita que es Dios llega a desaparecer de su horizonte. Y lo mismo se dice de esa otra gran montaña que es el ser humano.
De ahí la conmovedora oración de mi querido amigo: «Gracias, Dios mío, por haberme hecho ciego. Te ruego por aquellos que tienen vista y no os ven».
Sabemos que «lo esencial es invisible a los ojos». No se pueden ver los cimientos sumergidos de un puente. No se pueden ver las raíces ni la savia de un árbol. No se ve el genio del artista ni la investigación llevada a cabo en el silencio del laboratorio. La mayor parte de las cosas no se ven con los ojos.
El escritor libanés Kahlil Gibran preguntó a un ciego sabio qué tipo de sabiduría cultivaba. Respondió que era «astrónomo». Escudriñaba «soles, y lunas, y estrellas».
Tenía razón. Existe en cada persona un fecundo universo de belleza y de bondad que solo se ve con el corazón.
El italiano Luis Orione fundó casas para huérfanos y niños maltratados, centros para drogadictos y discapacitados, hogares para ancianos y gente sin hogar. Hombre de fe, entendió que sus obras, extendidas por medio mundo, necesitaban ser amparadas por la oración y fundó también los Eremitas Ciegos. A estas horas, en Italia o en Brasil, están allí contemplando lo Invisible.
Y mientras hago estas divagaciones, mi ciego quizás sigue recorriendo por la Rua do Carmo, sonriente, majestuoso, bebiendo el sol y el aire fresco de la tarde.
Con él se cruzan las personas, casi lo atropellan y le patean la varita. Distraídas, apuradas, no ven casi nada. No acarician con los ojos las bellezas de los escaparates. Los conductores no ven el paso de peatones ni los semáforos en verde o en rojo. Nadie escucha el pregón de la florista ni admira el esplendor del día.
Pero ¿voy a condenarlos yo que no sé mirar con ternura a mi semejante ni agradezco las bondades que me hacen? ¿Yo que pocas veces me detengo a observar la piedra del cielo estrellado ni tengo corazón telescópico para ver más allá de mi nariz?
Es cierto, peor ciego es el que no quiere ver.
Abílio Pina Ribeiro, cmf
(FOTO: David Travis)