El pecado de tristeza

Cuando los Padres del desierto formularon por primera vez una lista de pecados “mortales”, incluyeron el pecado de la tristeza. Y así quedó hasta el papa Gregorio Magno lo reemplazó por la “pereza”, como queriendo decir que la tristeza es, en el fondo, un problema de flojera.

Pero, ¿cómo es posible que la tristeza sea un pecado? ¿No se trata de un sentimiento automático sobre el que no tenemos control? Los Padres del desierto la denominaron “acedia”, o también, “el demonio del mediodía”. Lo identificaban con una tristeza que tiende a abrumarnos sin razones aparentes para ella. Ellos la distinguían de la tristeza que sentimos cuando tenemos un motivo, (una pérdida significativa, un disgusto, un dolor físico, una ruptura importante…). La acedia ataca a plena luz del día, cuando aparentemente no hay motivos para la tristeza.

Cualquier cosa puede propiciar su aparición: oír por la radio una vieja canción, una planta seca, un domingo por la tarde, una contrariedad por cosas mínimas, un rato aburrido, un… Y, consigue que se pase las horas remasticando dolores o fracasos, en lugar de paladear alegrías reales o alimentarse de esperanzas. Hay quienes dedican más tiempo a quejarse y lamentarse que a proclamar el gozo de vivir.

Pero, a pesar de todo, ¿cómo es posible que estas cosas sean pecado? La tristeza en sí misma no es pecado, pero puede ser el demonio que nos tienta, nos incita a pecar. ¿Cómo lo consigue? Puedes clavándonos en esa tristeza y hacer que la alimentemos e incluso nos “deleitemos” con ella. Hay gente que parece vivir «para» la tristeza. La racionaliza y justifica de tal forma que creen que es imposible liberarse de sus cadenas. La tristeza es siempre soledad amarga que impide abrirse a otros y hacer el bien.  Quizás por ser una omisión, la Iglesia la llamo pereza a ese pecado.

Lo repito: la tristeza no es ciertamente un pecado. A ratos es inevitable. La que sí es inevitable, y seguramente pecado, es la tristeza voluntaria. No sin razón Dante coloca en los más hondo de su infierno a los que viven voluntariamente tristes, a cuantos no se sabe por qué complejo tienen la manía de encapsularse en sus penas.

Si nos sentimos “hijos del Reino” y llegamos a reconocer a este viejo diablo del mediodía, volvamos a encender la música, retomemos nuestras tareas, esperanzas y oraciones. Y, continuemos con alegría construyendo el Reino. Porque hemos de reconocer -esta vez sí con “tristeza” (de la buena)- que son muchos más los seres destruidos y pulverizados por la amargura, que aquellos otros que han sabido convertirlo en fuerza y alegría.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: Arash Payam)

 

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