Es difícil hacer cálculos. Tal vez seamos más de los que parece quienes hemos llegado a descubrir que cuando hablamos, no hablamos de nada. Citamos automóviles, ropas, partidos de fútbol, nombres de películas, países visitados, tantas cosas… Pero solemos repetir lo mismo sin decir algo diferente. Me temo que esto ocurre también en nuestros círculos familiares si es que existen aún espacios de encuentro. Lo temo porque con la difusión de las redes sociales inauguramos el ocaso de la conversación.
Compruebo que muchos de mis compañeros–no me excluyo yo mismo- jamás se paran a conversar sin prisas. Y, cuando lo hacen, citan frases comunes o amontonan sílabas, sin estar ellos allí, porque no se vuelcan en sus palabras. Cacarean como podrían hacer gárgaras. Al final corriendo, se van a otro charloteo. Muy pocos se juegan su destino en lo que están diciendo. Así jamás se llega a prender fuego en el corazón de nadie.
¿Estaremos convirtiendo también nuestros diálogos en un cementerio de palabras? A veces me pregunto a mí mismo: ¿Cuánto tiempo hace que no tengo una verdadera conversación, una que merezca con razón ese maravilloso nombre? ¿Soy uno más? ¿Tengo diez mil charloteos por cada conversación que mantengo? Nos cruzamos con infinidad de gente en el ascensor de casa, en el supermercado, en una reunión de vecinos, en la oficina y mascullamos esas cuatrocientas palabras que siempre son las mismas. Al separarnos descubrimos que no hemos entrado en absoluto en un intercambio personal de jugo.
Sólo a veces, muy pocas veces, se produce el milagro. Tendríamos que señalarlo en la agenda de nuestro móvil con un punto rojo como un día importante. En aquellas ocasiones detengamos el reloj y comencemos a hablar de nuestra vida, saquemos afuera el corazón, pongámosla a la vista y descubramos metas que nos imanten. Cada vez que esto ocurra, sintamos que salimos de ese encuentro infinitamente más felices del manjar de la conversación que de la mejor película de cine.
Hablamos mucho, conversamos poco. «Conversar», dice el Diccionario, es «vivir en compañía». ¡Qué doble milagro: vivir y hacerlo en compañía! Santa Teresa decía a sus monjas que fueran «cuanto más santas, más conversables». Esa palabra no es un invento de la santa de Ávila. Está en el diccionario. Conversable significa tratable, sociable, comunicable. Sí, un cristiano debe ser precisamente eso: uno con quien da gusto hablar. Por eso hay tan pocos verdaderos cristianos, porque nos hemos vuelto huidizos y desapacibles en las distancias cortas.
Añadiría el adjetivo «verdadero» a la palabra diálogo, porque ahora se llama diálogo a cualquier cosa: a las tertulias intrascendentes, a la polémica de vinagre y aguijón, al cruce de frivolidades y superficialidades, a los monólogos a dúo, al afán de convencer al otro. Diálogo es el encuentro sereno de dos se encuentran en su verdad. Ahí tiene cabida el evangelio, porque el diálogo es el nombre de la Nueva Evangelización. Diálogo es eso que ya casi no existe. Se lo tragó la prisa. Lo devoró el exceso de trabajo. Lo enterró el internet.
Juan Carlos Martos, cmf