En mi primer año en Granada, cuando se produjo el fallecimiento de un hermano de comunidad, Misionero Claretiano, me sentí una tristeza profunda pensando en él y en su familia de sangre (quienes suelen llegar a la comunidad el día posterior para la Misa de funeral). Ese día, nosotros sus hermanos en el Espíritu, le acompañamos con nuestra oración, con cantos y silencio, alrededor del féretro.
Ahora, después de a lo largo de estos años hayan fallecido más Claretianos en aquella comunidad, surge en mí una reflexión en torno al sentido de la vida misionera desde los dos extremos: el nacimiento y la muerte.
Por un lado, el nacimiento de un Misionero es igual que el nacimiento de todos los bebés del mundo. Tras nacer, tiene que llorar. Es un signo de vida, de un comenzar a respirar el soplo que Dios ha preparado para sus hijos. Pero, es también un nacimiento que, sin saberlo desde principio, fue marcado por el plan de Dios para su vida: ser Misionero. Mientras tanto, mientras el bebé está llorando, los padres y toda la familia dibujan una sonrisa como un signo de alegría y de bienvenida al mundo de la nueva criatura.
Por otro lado, al llegar en el fin de la vida en este mundo, el misionero muere, fallece, también como todas las personas que viven en el planeta. Pero, quizá hay una gran diferencia que marca la muerte de un Misionero. Porque en el cuerpo postrado, hay una gran vida y una sonrisa desde la profundidad del alma. La sonrisa de poder servir al Señor, su Palabra y a todos los que necesitan encontrarse con Dios. La sonrisa de poder sentirse amado por Dios que le lleva a amar a todo, todos y todas. La sonrisa de saber que su Madre, Corazón Inmaculado que le cuidaba siempre en la misión, le está esperando allá arriba para abrazarle bajo su manto que da paz, esperanza y tranquilidad. La sonrisa de poder imitar a Cristo –y a ejemplo de sus hermanos Mártires- en la entrega hasta el fin. Una sonrisa en la Vida y Resurrección del Señor. Mientras tanto, mientras dibuja esa sonrisa, muchos que todavía viven, están llorando con lágrimas de despedida.
Ahora entiendo mejor que para un Misionero siempre hay vida y siempre es Vida. Por eso, la celebración Eucaristía por un Misionero es siempre una celebración de la Vida.
Los que van sembrando con lágrimas, cosechan entre gritos de júbilo.
Al ir, van llorando, llevando la semilla, y vuelven cantando, trayendo sus gravillas.
(Sal. 126,5-6).
Más todavía los que siembran con alegría cosechan vida en abundancia.
Tomas M. Joustefen, cmf