Los predicadores de hoy, a diferencia de sus colegas del pasado, no suelen abordar en sus intervenciones el clásico tema de los “Novísimos”. Salvo raras excepciones -entre ellas destacan dos “primeras espadas” como el cardenal Carlo M. Martini y Benedicto XVI- sobre este asunto no se le habla al Pueblo de Dios. Y, cuando se habla, se recurre al puñado de tópicos por todos conocidos y manoseados. Con eso se hace un flaco servicio al evangelio.
Sin embargo, fue precisamente la perdición eterna el despertador de la vocación apostólica del P. Claret. A sus 5 años de edad, el adverbio “siempre” le desgarró el alma. Lo cuenta con sus palabras: “Las primeras ideas de que tengo memoria son que cuando tenía algunos cinco años, estando en la cama, en lugar de dormir… pensaba en la eternidad, pensaba siempre, siempre, siempre; …. Me estremecía y pensaba: los que tendrán la desgracia de ir a la eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre tendrán que sufrir? ¡Sí, siempre, siempre tendrán que sufrir!” (Aut 8). Y añade a continuación algo de suma importancia para los que nos sentimos misioneros: ”esa idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores” (Aut 9).
Tal vez tengamos que recuperar esa experiencia, actualizándola obviamente a nuestro actual modo de entender. Es lo que trató de hacer la encíclica Spes salvi (2007). En ella, Benedicto XVI representa el infierno como aquel estado interior, destructor e irrevocable, que puede darse ya en esta vida y en el alma de una persona viva. Esa atrevida perspectiva se esclarece con una sentencia que Bernanos recoge en su novela Diario de un cura rural. En un momento de la trama, el joven párroco de Ambricourt increpa a la retorcida condesa del lugar: “Señora, el infierno es dejar de amar”. Cerrarse al amor, dice con acierto el autor, es la metáfora más cercana a lo que se indica con la palabra “infierno”. Es hielo que congela fatalmente una vida. Por eso, el Papa emérito apunta también la posibilidad de que el infierno comience ya ahora, en el aquí de la historia. Por ende, el infierno del que habla la teología no es peor que el que nosotros mismos podemos fabricar en este mundo. Lo dibuja certeramente el término “soledad” en su grado absoluto.
Quizás por eso no hay que hablar más del fuego del infierno porque el infierno es frío, como todo lugar sin la luz ni el calor del amor. Si ese pensamiento, en lugar de horror, despertara en nosotros el celo más vehemente por el bien de los que peor están… merecería la pena rescatarlo en nuestras predicaciones.
Juan Carlos Martos Paredes, cmf