En todos los ambientes, también en los eclesiales, nos topamos con ojos que vigilan y lenguas muy ágiles que no tardan en cotillear ante el menor defecto del prójimo. Son implacables en denunciar los errores ajenos. Y además se indignan contra quien trata de ayudar a quien ha hecho el mal. Son furibundos contra las reacciones de misericordia, a las que califican como blandas y cómplices. Trepan a lo más altivo de su rol de jueces, en defensa -según ellos- de la verdad y de la justicia. Refriegan que su profunda indignación es amarga, pero sincera.

En realidad, lo que hacen es recrearse en el placer de chismorrear de los demás. Su escándalo hipócrita es falso y artificioso. Proclaman a los cuatro vientos los errores ajenos, sin mover ni un solo dedo para ayudar al hermano que se ha equivocado.

Hay un cuento indicio que inyecta luz sobre este hecho que envenena nuestros ambientes de desconfianza y de sospecha. Por desgracia, unas veces somos víctimas y otras protagonistas; ¡cuál de los dos papeles más lamentable! Vayamos a ese cuento:

 

“Un discípulo se había manchado con una grave culpa. Todos los demás reaccionaron duramente condenándolo. Pero el maestro no reaccionó y no lo castigó. Uno de los discípulos no pudo contenerse y saltó: “No se puede ignorar todo lo sucedido. Después de todo, ¡Dios nos ha dado ojos!”. “Es verdad -replicó el maestro-, pero también párpados”.

 

Suele suceder que a la persona de buen corazón -que tiene párpados- le cuesta mucho denunciar los errores de los demás. El malvado -sin párpados- disfruta haciéndolo. Ese sutil y perverso placer de abrir los dos ojos ante las culpas del prójimo y difundirlas después, es una tentación irresistible. Estamos más dispuestos a condenar lo malo que a bendecir lo bueno.

Aunque fue popularizado por San Juan XXIII, se atribuye a San Bernardo de Claraval este sabio consejo: “Omnia videre, multa dissimulare, pauca corrigere” que, traducido, diría: ”Verlo todo, disimular mucho, corregir poco”. Se trata de una máxima que sirve para ser aplicada en la vida cotidiana y especialmente en la educación de los jóvenes. Debajo de ella late una sabia comprensión del amor al pecador que sortea dos extremos funestos: por un lado, la crítica ácida y desmedida que no ayuda, sino que hunde y, por otro lado, el buenismo simplón que comulga con ruedas de molino y lo justifica todo. En el medio está la virtud. ¿De qué virtud se trata aquí? De la prudencia, que lleva a actuar de forma justa, adecuada y con moderación. En las Constituciones de mi Congregación aparece con una acertadísima redacción: “Excusemos la intención, aun cuando no podamos justificar la obra” (CC 16). Es una cabal traducción de eso de “usar también los párpados” para poder convivir.

 

Juan Carlos cmf

(FOTO: erika)

 

Start typing and press Enter to search