El derecho a la ofensa. Penes, vulvas y drags-queens

Nuestra sociedad ha cambiado mucho. La modernidad, la filosofía, la religión, la concepción unitaria de la historia, la esperanza… todas parecen heridas de muerte.

Las libertades que siguieron a las dictaduras, el reconocimiento de los derechos, la comunicación, el contacto, los cuerpos, el sexo, las minorías y la posibilidad del disenso.

Con la luna al alcance y las fronteras situadas, con el telón de acero rasgado y la democracia liberal como bandera cuasi-universal todo se aceleró. Los medios de comunicación acompañaron y alentaron esta carrera fugaz hacia el espacio digital. Y corrimos, creyéndonos libres. Tal vez lo fuimos un tiempo. Tal vez no.

Muchos crímenes quedaron atrás: genocidios y ajustes de cuentas, mujeres, gays, trans, ateos, creyentes del uno y otro lado, rivales ideológicos y enemigos de lo ajeno. ¿Quién podría limpiar el reguero de sangre y de odio?

La mayoría optó por dejar pasar el tiempo, a la espera construir una nueva memoria que dejara a la antigua jubilarse en el olvido. No siempre fue así.

Pasó el tiempo. Creímos que reconocer derechos nuevos a coletivos nuevos garantizaría la justicia, la moral, la verdad, el aprecio mutuo. Quizá nos pudo la ingenuidad.

Dejamos a la economía y a la política tomar el mando. Mientras, nuestro corazón seguía intacto, a merced de la moda, de la reivindicación parcial y sin sustrato. Prohibimos palabras que nos incomodaban y sustituimos el diálogo por la distancia. Las palabras se nos pudrieron por dentro, sin posibilidad de crítica, de sanación, o de rechazo.

Nos pudieron la culpa y la bondad desenfocada. Nos olvidamos de escuchar a la realidad. Nos empeñamos en defender la verdad tal como la vemos desde nuestro asiento. No dimos un sólo paso por mirar la realidad del otro, desde el otro.

Y exigimos el derecho a la ofensa cuando los otros nos miraron de otra forma, pero nos olvidamos de los deberes concomitantes: la comprensión, la formación, la prudencia, la empatía, la crítica justa, la palabra honesta, la búsqueda sincera de la verdad.

No sirve de nada opinar sobre las drags, los penes y las vulvas o la libertad de expresión sin una libertad de fondo y un respeto suficiente. Ninguna verdad sigue siéndolo cuando produce odio. Ninguna mentira lo es del todo cuando se presenta, humildemente, en el campo de la batalla del pensamiento y, sobre todo, de la vida.

Me reservaré mi opinión para tiempos mejores sobre esos y otros temas. E iré disponiendo mi corazón para el momento en que, los otros y yo mismo, estemos preparados para un encuentro auténtico, sin más interés que la defensa del otro y el apoyo a los habitantes de los márgenes…

PD: Permítanme que esta vez no me enfade. Rehuso mi derecho a la legítima ofensa…

Martín Areta Higuera, cmf

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