El cuidado de lo invisible

La comunión de cada cristiano con Cristo es tan real, tan profunda, tan material y tan mutuamente interdependiente que constituimos no un colectivo o una asociación, sino un organismo, un cuerpo vivo. El Cuerpo de Cristo no es “cuerpo” en el sentido de Mercadona o El Corte Inglés que son sociedades anónimas. El Cuerpo de Cristo es un cuerpo real.

Por esta razón, los santos de la Iglesia enseñaron que la mayoría de las batallas espirituales y morales que acontecen en la conciencia de cada uno de nosotros tienen un efecto, para bien o para mal, en el resto de la humanidad. Así como en el cuerpo humano hay partes visibles que pueden ser observadas a simple vista y otras que escapan a la simple observación, algo similar sucede en el cuerpo de Cristo.

Hay sustancias invisibles que preservan la salud o que causan enfermedades como son los virus y los anticuerpos. Los reconocemos solo en su efecto final. Más aún, lo que sucede en una célula repercute al final en el cuerpo entero. Y así la mayor parte de lo que ocurre con respecto a la salud o la enfermedad del cuerpo es, mucho antes de que se muestre externamente, invisible para un ojo sin ayudas. Cuando vemos síntomas externos, estos han estado trabajando ocultamente durante largo tiempo.

En una época como la nuestra en la que se ignora o minusvalora la moralidad privada, tendemos a olvidar que todo cuerpo necesita un fuerte sistema inmune y anticuerpos saludables para mantenerlo libre de enfermedades. Lo cual tiene consecuencias.

¿Cuáles son los anticuerpos que crean ese sistema inmune y saludable dentro del Cuerpo de Cristo? Si damos crédito a los expertos del espíritu, creamos anticuerpos saludables cuando silenciosamente sufrimos por el otro, rezamos por el otro, cuando llevamos vidas de silenciosa entrega, cuando hacemos en privado lo que declaramos en público, cuando somos fieles, cuando no llevamos cuentas del mal… y cuando salimos victoriosos en nuestras pequeñas batallas contra lo mezquino que hay dentro de nosotros.

Dios se preocupa por las cosas pequeñas al igual que por las grandes. Dios se preocupa porque las pequeñas cosas dan forma y consistencia a las cosas grandes. De ahí que la moralidad social es simplemente el reflejo de la moralidad privada de cada uno de nosotros.

Cuando el caos que yace dentro de lo más profundo de nuestras vidas se mantiene intacto e indomable, permanecerá también intocable e ingobernable en el mundo. El reino de Dios funciona mediante la conversión, y la conversión, en última instancia, es un acto personal.

Carlos Castañeda, el místico peruano-estadounidense, lo expresaba así: “Yo vengo de Latinoamérica, donde los intelectuales hablaban siempre de revolución social y política y donde fueron lanzadas muchas bombas. Pero la revolución no ha cambiado mucho. Se necesita poco atrevimiento para bombardear un edificio, pero para dejar de fumar, o para controlar la ansiedad, o detener el parloteo interno, tienes que rehacerte a ti mismo. Ahí es donde la reforma real empieza”.

Juan Carlos cmf

(FOTO: DESIGNECOLOGIST)

 

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