Un conocido mito, narrado por Jenofonte, el famoso militar y filósofo de la Antigua Grecia, presenta a Hércules en el cruce de dos caminos. A su vez, en cada uno de ellos aparecen dos mujeres señalándole dos direcciones opuestas. Los nombres de estas mujeres, que denominan también el sentido de ambos senderos, son elocuentes: Areté (Virtud) y Kakía (Maldad). Esta historia nos refleja en muchísimas de las decisiones que hemos de tomar los humanos en nuestra vida cotidiana.
Sin embargo, esa historia olvida un detalle palmario: los dos caminos no son simétricos. El camino del mal tiene un doble privilegio sobre el camino del bien: además de ser fascinante es contagioso. Esta aseveración la firmaría, realmente convencido, Woody Allen, el director de cine norteamericano, al decir -con su habitual ironía- que “siendo buenos se duerme mejor, pero los malos se divierten más cuando están despiertos”.
Porque el mal, lo reconozcamos o no, es encantador. Atrae y seduce. Hasta el papa Francisco lo ha reconocido hablando de la tentación, que “se nos presenta de modo solapado, contagia todo el ambiente que nos rodea, nos impulsa a buscar siempre una justificación. Y al final nos hace caer en el pecado, cerrándonos en una jaula de la cual es difícil salir”.
Tal vez ahí está la explicación de algo que se repite: Lo que nos hace daño es lo que precisamente nos empeñamos en hacer. En cambio, cuando tratamos de hacer el bien, la elección es tan costosa, que al final ya estamos cansados antes de decidir. Pensemos, por ejemplo, en la perversa atracción que ejerce la pornografía. Esa pujante industria derrocha ingentes sumas destinadas a satisfacer placeres indignos, que terminan esclavizando y asfixiando a muchos en su soledad.
Recuerdo aún de mis años de bachillerato la puya que un tutor nos lanzaba a los colegiales a modo de aviso: “Cuidado con aquellos que estudian mucho… ¡sobre cómo no estudiar!”. Y es que estamos dispuestos a apretar los dientes y a trabajar sin descanso para obtener una partecita de gloria, aunque sea a costa de pasar por encima del bien común, de los intereses legítimos de los demás o de los principios de nuestra propia conciencia. Y, por el contrario, refunfuñamos y nos irritamos cuando alguien nos pide un sencillo acto de caridad escondido y generoso.
Estemos pues atentos al contagio del mal. Podemos echar abajo esa especie de ley que gobierna la fama y el éxito con las herramientas del evangelio, cuando al hacer el bien no lo vayamos pregonando como hacen los hipócritas, sino “que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha” (Mt 6,3).
Juan Carlos Martos cmf
(FOTO: Ricardo Frantz)