El comentario del Domingo: XXXII del Tiempo Ordinario

10 de Noviembre de 2019. 32º Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.

Un grupo de saduceos, que no creen en la resurrección, se acercó a Jesús con una pregunta capciosa. Una vez más, Jesús no les contesta directamente sino que les responde a lo que de verdad importaba, a lo que había detrás de la pregunta: la resurrección de los muertos.
Hay entre nosotros muchos cristianos que se plantean esta cuestión. Quizá el desconocimiento de lo que vendrá después de nuestra vida terrena, el no saber cómo será, ni cómo viviremos, o cómo nos relacionaremos, les hace inclinarse por otras opciones, que según ellos, son más asequibles para el entendimiento humano. No podemos imaginarnos algo que desconocemos totalmente, algo de lo que no hay indicios. Desde nuestra forma de ser no podemos entender lo que en sí es un misterio. Pretendemos abarcar y comprender con mente humana lo que es materia de fe, de confianza en la palabra del Señor. Solo tenemos la palabra del mismo Jesús que nos dice que Dios es un Dios de vivos, no de muertos. Que para El todos estamos vivos, pero de forma diferente.
Pero nuestra fe, la certeza de la futura resurrección, es clave para el cristiano. Nos dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana; somos los más desgraciados de los hombres y permanecemos en nuestros pecados… Ni el ojo vio, ni el oído oyó lo que Dios tiene preparado para sus elegidos…»
No se puede ser cristiano sin creer en la resurrección. Primero en la de Cristo, luego en la de todos los demás. Así lo afirmamos en el Credo.
La palabra de Jesús, cuando nos habla de su resurrección y de la nuestra, debería bastarnos. Contamos también con el relato de los que lo vieron resucitado y dieron la vida por lo que creían. Más aún, tenemos el ejemplo de los que, por su fe, han hecho de sus vidas el testimonio más claro de su certeza en la resurrección.
¿Es así nuestra fe?¿Es esta también nuestra esperanza?

Juan Ramón Gómez Pascual, cmf

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