2 de septiembre de 2018. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23
Otra vez se acerca a Jesús un grupo de letrados y fariseos, algunos venidos de Jerusalén, centro de la ortodoxia judía. Le preguntan a Jesús sobre el cumplimiento de unas normas tradicionales, tales como el lavarse las manos antes de comer (cosa lógica para personas que viven en contacto continuo con la tierra y los animales). A los que no cumplían esas normas se les consideraba “impuros”, y como tales, no podían realizar distintas prácticas religiosas hasta que no se “purificaran”. Lo que en principio eran los 10 Mandamientos de la Ley de Dios se habían convertido en una cantidad inmensa de normas, preceptos y mandamientos nacidos de la interpretación de los hombres. Ciertamente nacerían con buena intención y para ayudar al cumplimiento, pero perdieron su validez cuando se comenzó a dar más valor a la letra del precepto que al fondo del mismo, al espíritu de la ley.
Jesús les dirá claramente: “dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Y, con palabras del profeta Isaías, les echa en cara: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.
Cuando nuestro corazón está lejos de Dios, nuestra religiosidad, nuestro cumplimiento, está vacío, no tiene sentido. Nuestras normas, las devociones, pueden hacer mucho bien, si nos ayudan a salir de nosotros mismos para encontrarnos con Dios en los demás. Pero si nos centramos solo en “cumplir porque está mandado”, estaremos actuando como los escribas y fariseos. Lo importante es poner el corazón en lo que decimos y hacemos. Porque de dentro del corazón es de donde sale todo lo bueno, pero también lo malo.
Juan Ramón Gómez Pascual, cmf