Cuando era joven alguien me ofreció esta recomendación: “Cuando leas algo interesante, anótalo”. ¡Cuánto bien me ha hecho ese consejo! Me llevó a prestar más atención y a guardar preciosos tesoros descubiertos en las profundidades de libros y revistas. Fue un consejo de oro.
Pero la verdad es que hoy son pocos los que admiten consejos. Acertó Benjamín Franklin al decir: “Los sabios no necesitan consejos y los tontos no los aceptan”. Pareciera que en nuestros días solo existen sabios y necios. En los pequeños avatares de cada día se confirma esa carencia con exactitud de relojero. Las personas superficiales, que necesitarían guía y orientación, reaccionan mal cuando uno intenta hacer que razonen o se les muestra lo complejo de la realidad. Y los sabios o se callan por pudor, o se vuelven repelentes por su dogmatismo.
Se ha hablado enfáticamente de la “muerte del padre”, como se podría hablar también del “fin de los maestros” en nuestra cultura: Somos alérgicos a las respuestas claras y razonadas, hacemos burla ante lo prudente y rechazamos que nos guíen con tino y exigencia. Por eso, el “consejo” -en su acepción más noble- ya no lo buscan ni jóvenes, ni adultos, ni ancianos. Aún más, se descalifica y se ridiculiza en el campo de la religión. Aconsejar es considerado como una intromisión intolerable en la sacrosanta libertad de cada individuo que, según la irrefutable creencia común, pareciera tener una conexión inmediata y directa con lo verdadero.
La tradición cristiana navega por otras aguas. El “consejo” ha sido considerado como don del Espíritu Santo y era un destello de la misma sabiduría de Dios. Hoy necesitamos maestros que nos la aproximen. La autosuficiencia sólo lleva a escuchar el eco cansino y repetitivo de lo que nos decimos a nosotros mismos, dando un portazo a lo nuevo y bueno. No hace falta acudir a razones religiosas, para probar qué bueno es dar y recibir consejos.
La duda forma parte de la vida. No somos poseedores absolutos de la verdad. No somos nunca “verdad”, sino “sed y búsqueda de la verdad”. La duda es un mecanismo humano que pone en camino tras ella. No es humano no tener dudas. Mientras vivimos dudamos. Lo importante es intentar despejar dudas. Mientras se duda no se sabe lo que es lo correcto. Además, se despierta en nosotros el deseo de verdad. Pero, ojo, de la duda no podemos salir por nosotros mismos.
Por eso somos mejores consejeros de otros que de nosotros mismos. Comprobamos de continuo que nuestras recomendaciones son más atinadas cuando las dirigimos a los demás que cuando nos las damos a nosotros mismos. Demostramos más sensatez y clarividencia sobre los asuntos ajenos que sobre los propios. Nadie es buen consejero de sí mismo. Esa autorreferencialidad nos hace miopes y parciales. Aconsejar es un ejercicio saludable de salida de sí mismo que demuestra cómo nos ayuda a crecer la actitud discipular.
Juan Carlos cmf
(FOTO: Ilyass SEDDOUG)