EL BALLET DEL ÁRBOL

Era media mañana y los niños, después del recreo, retomaban a sus asientos en la escuela. Una de ellos, sin embargo, permanecía de pie, embelesada mirando por la ventana, mientras la profesora repetía, ya en tono de impaciencia: «Bueno, quedamos a la espera de que esta niña resuelva sentarse». Entonces la pequeñita la aplastó con todo el peso de sus razones: «¿Aún no lo has entendido? Estoy viendo el ballet del árbol. ¡Mira cómo va para un lado y para el otro, llevada por el viento!».

El ballet del árbol ganaba sin duda en belleza, para aquella niña, al Ballet de la Primavera, al Lago de los Cisnes y a otros bailados famosos. Muy capaz sería ella de entender los poemas de la religión hindú, cuando nos hablan de la «danza de Dios», el bailarín supremo. El mundo, en su evolución continua, el rodar de los días y de las noches, el abrir milagroso de las plantas, el profundo rugido de los océanos, todo se mueve al ritmo de lo divino. Los antiguos maestros enseñaban que el bien, la verdad y la belleza se equivalen y que Dios mismo es esta trinidad de plenitud.

Pero hoy en día, estamos perdiendo la capacidad humana de admiración y de asombro, a tal punto que un yate grandioso nos hace vibrar menos que a un niño su barquito de papel.

Recordamos a aquel enfermo, glotón y fumador, a quien le llevaron un ramo de flores. «¿Para qué sirven -preguntó- si no sirven para comer ni para fumar?».

La actual sociedad utilitaria y consumista se revuelve en el material, pero se asfixia por falta del oxígeno puro del entusiasmo, del espanto, de la emoción de la belleza. Cae luego en la tentación de inmolar la hermosura en el altar de una sensualidad exterior, incapaz como es de captar en el rostro límpido de alguien una elevación, un deslumbramiento, un escalofrío de encanto.

Esta civilización surge, en parte, de Adán Smith y de su fábrica de alfileres y, más aún, de Karl Marx. Gracias a este Karl, a quien Sartre llamó el «príncipe de los serios», el mundo ha perdido el sentido de lo gratuito, de lo lúdico; todo tiene que ser, para ser valioso, un instrumento de producción. Ser o no ser productivo -he ahí el problema-. ¡Miren que no hizo pequeño mal a la inteligencia el señor Marx! ¡Gran deformación general desencadenó!

¿Para qué sirve la Sala del Capítulo del Monasterio de Batalha, con su bóveda arrojada sin apoyos centrales? ¿Se ve mucho de eso, en Portugal y en Europa? A una sala tan mágica, ¿hay que exigirle aún que esté al servicio de otra cosa? ¿Para qué sirve la «Gioconda», sino para contemplarla arrodillados, para sentir el estremecimiento de un contacto con lo inefable, la comunión con el reino de la ternura, de la paz, de la ligereza, del equilibrio? Pregunto si hay algo más importante que el equilibrio espiritual y si no todos necesitamos liberarnos de lo cotidiano, de estirar el alma, de crear alas y volar… ¿Qué más esperar de una sinfonía de Beethowen que ese aguijón que me lleva a superar la mediocridad, a superarme, a querer ser águila no gallina, aguja de catedral en vez de campanario raso, Everest y no llanura?

Cada vez me convenzo más de que una de las funciones más urgentes y decisivas de cualquier formación y pedagogía consiste en despertar y desarrollar el sentido estético, la magia de lo bello. La belleza se apodera de los sentimientos, del corazón, del espíritu, y forja la personalidad armoniosa. La profesora de la escuela donde entramos en el principio lo entendió bellamente: invitó a los niños a admirar también el ballet del árbol y a escuchar el comentario de su pequeña compañera: «¡Miren cómo va para un lado y para el otro, llevada por el viento!».

Educar en la belleza es una condición indispensable para superar una cultura productivista y de consumo inmediato. Y también un medio preventivo para impedir que se afirme la contracultura de la violencia. Nadie mata, cuando canta o cuando está de la mano. Pan, el dios músico de la mitología griega, tocaba la flauta para amansar a las fieras. «La música es mi ángel bueno» – decía Wagner-.

Más feliz sería el mundo si cada uno de nosotros cultivara el pedazo artístico de su alma y se dedicara a la jardinería, a la poesía, a la pintura o a coleccionar esto o aquello.

El arte más noble, sin embargo, consiste en tratar de transformarse a sí mismo en una obra maestra, y ayudar a los demás con amor a hacer lo mismo. Nadie puede resignarse a ser un producto masificado de la sociedad moderna.

¡Cómo se viviría bien en la tierra si saboreáramos el ballet de las cosechas y de las olas, y otras «danzas de Dios»! Temo que no acompañemos esos ritmos y que las montañas, los ríos y los árboles, nos censuren como los niños del Evangelio: «Hemos tocado flauta y no bailasteis, hemos cantado canciones y permanecéis caídos y mudos…».

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Ryan Hafey)

 

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