El artista anónimo

Los grandes autores de iconos en la tradición ortodoxa nunca firmaban sus obras. El artista anónimo nos ofrece una explicación de esa forma de actuar. Enmarcada en una historia sencilla y sin alardes, dicha razón constituye una lección de vida que hay que considerar.

El protagonista se llama Olavi. Es un anciano que regenta una pequeña tienda de venta de obras de arte, que consigue en las subastas a las que acude para nutrir así las existencias de su negocio. Vive para eso. Pero tiene un sueño, un propósito que culmine su larga vida: conseguir una obra importante que le permita alcanzar una última venta y así poner punto final a su oficio y descansar de tantos esfuerzos. Pero Olavi ha dejado tras de sí asuntos pendientes. La dedicación a su tarea le ha llevado a olvidarse de su familia (una hija y un nieto) a los que abandonó hace tiempo enfrascado en sus intereses.

En esta situación se producen dos circunstancias que conforman el eje narrativo de El artista anónimo.

Por un lado, descubre un retrato de autor anónimo que entiende tiene un gran valor, aunque la ausencia de la firma del artista hace que disminuya el interés de muchos. Sin embargo, él está convencido de encontrarse ante una obra importante y arriesga lo que tiene (y lo que no) para conseguirla. Recordamos la parábola del mercader de perlas que al encontrar una de gran valor vende todo lo que tiene y la compra. Algo así sucede en esta película. Encontrar un motivo que da un postrero sentido a su vida lleva al protagonista a subordinarlo todo a ese fin.

Por otro lado, su nieto adolescente, un completo desconocido, entra en su vida pidiéndole hacer prácticas escolares en su negocio. A pesar de su negativa inicial el joven va convirtiéndose poco a poco en un colaborador necesario y eficaz en la investigación que Olavi emprende para descubrir la autoría del cuadro deseado.

Paralelamente, asistimos a la confrontación entre dos formas de considerar el arte: la de quienes enfocan el tema como un negocio en el que cabe el engaño y la impostura; y la de quien se rinde a la belleza y la profundidad de la obra que tiene ante sí.

Klaus Härö, realizador finlandés que ya nos había ofrecido muestras de un cine humanista (Cartas al padre Jacob y La clase de esgrima) de hondura y sensibilidad nos regala una película sencilla que pone su valor en las interpretaciones de sus protagonistas y en una historia que aporta un mensaje que subraya el valor de los buenos sentimientos.

 

Antonio Venceslá Toro, cmf

 

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