DONDE VIVE LA FELICIDAD

“Algunos dicen que la felicidad vive lejos. Otros dicen que reside cerca, en nuestra propia casa. Pero la verdadera felicidad vive en la cuna de un niño nacido del amor”.

No sé si Freud conocía este proverbio chino. Sí sé que para aprender lo que es la felicidad, le gustaba contemplar la paz angelical, la tranquilidad que se imprime en el rostro del niño amado: «La riqueza no nos hace felices -concluyó- y la prueba es que el dinero nunca fue un deseo de la infancia». Sí, los niños no sueñan con el dinero, el sexo, el poder, la gloria o la vanidad. Su felicidad toma la forma de brazos, regazos, pechos y mimos. Son felices hasta el punto de sentir oleadas de afecto.

Mucha gente piensa que la mayor felicidad a la que puede aspirar una persona es vivir momentos a veces de alegría y a veces de tristeza, tiempos ahora de amor y luego de ira, horas de decepción seguidas de otras de fe ardiente. Deberíamos pasar nuestra vida, como dice el título de una novela de Carmen Martín Gaite, en una nubosidad desconcertantemente variable. Debido a esta veleidad atmosférica, renunciamos a la búsqueda de la felicidad completa y nos contentamos con las palomitas tan de moda, llamadas «bienestar» y «calidad de vida».

Por «bienestar» entendemos una existencia dotada de medios materiales suficientes para no sufrir el aguijón de la pobreza económica, tener acceso a la educación y a la atención médica, y no carecer de empleo y protección social. ¿Es esto importante? Sin duda, y cualquier sociedad justa debe tratar de proporcionar todo esto a sus ciudadanos. Todo esto y algo más, la «calidad de vida»: buenas infraestructuras, actividades culturales para el cuerpo y la mente, instalaciones de ocio, posibilidad de relaciones humanas.

¿Constituyen estas cosas una vida feliz? El hecho es que los adultos acaparamos todo lo que podemos, haciendo que la felicidad dependa del consumo indefinido de los productos del mercado.

Y quizá la mayoría de la gente nunca ha dedicado un minuto a reflexionar sobre por qué compra un determinado coche, por qué se empeña en adquirir el último ordenador o una casa demasiado cara para su bolsillo.

Conviene saber que, una vez satisfechas las necesidades básicas -alimentación, vivienda, ropa, salud-, las sociedades gastan la mayor parte de sus bienes en satisfacer las necesidades psicológicas. Necesidades de identidad. El deseo de pertenecer a un grupo social lleva a adultos y jóvenes a consumir los productos que el grupo aprecia. De ahí el objetivo del coche espectacular, el abrigo de piel, los zapatos y los pantalones de diseño. Necesidades de seguridad. Perdido en la jungla de infinitas ofertas, el consumidor se aferra a ciertas marcas para estar seguro de hacer la elección correcta. Necesita compensar. La soledad, el desamor o el fracaso profesional nos llevan a comprar productos que no tendrían interés si no existieran estas situaciones.  Por último, la necesidad de novedad. El deseo de romper la monotonía de la vida, de cambiar algo, nos incita a consumir artículos fácilmente prescindibles.

En cualquier caso, ¿está la felicidad directamente relacionada con la gula del consumo? ¿Aumentar indefinidamente la pila de consumo significará aumentar la felicidad?

La mayoría de las acciones que dan felicidad no necesitan baratijas de mercado. Saborear las relaciones humanas, salir a pasear, contemplar paisajes y monumentos, reflexionar, nada de esto requiere un gasto. Otras actividades implican algún gasto, pero las que, en principio, son más caras, no dan más felicidad. Leer, practicar algún deporte, escuchar música, compartir una comida agradable… todo ello nos ayuda a saborear la vida. Por no hablar de la alegría de mostrar algún tipo de solidaridad: hacer el bien a los demás -según Fleming, el inventor de la penicilina- da más satisfacción que el dinero, el poder o la fama.

Me gustaría enfrentar a dos clases de personas: los que necesitan un montón de trastos para ser felices (ser asquerosamente ricos, llenarse de whisky, empantanarse en orgías) y los que han optado por la cultura de las relaciones humanas, el disfrute de la naturaleza, la comodidad familiar, la paz y la tranquilidad. Dígame el lector, que es un poco mayor para eso, cuáles serán los más afortunados.

Corremos el riesgo de poner el listón de la felicidad demasiado bajo. Y creo que las Iglesias y los creyentes son responsables de esta renuncia por parte de la gente a ser feliz hasta el sótano, hasta lo más profundo de su ser. Las religiones proponen máximos de felicidad, las bienaventuranzas son el titular del Evangelio de Cristo -¡y nosotros predicamos cosas de segunda y tercera división! Cuando el problema, el inmenso problema, es que la mayoría de la gente ya no aspira a la felicidad a tope, ni sueña con un mundo con sentido, ni entiende nada de la esperanza o el amor-.

Quizá por eso me encanta este poema blanco de un niño de Costa Rica llamado ‘Mi casa’:

 

«En mi casa hay dos habitaciones,

               dos camas pequeñas,

               una pequeña ventana

               y un gato blanco.

 

               En mi casa sólo comemos por la noche,

               cuando mi padre vuelve con una bolsa

               lleno de pan y pescado seco.

 

               En mi casa todos somos pobres,

               pero papá tiene los ojos azules,

               Mamá tiene los ojos azules,

               mi hermano tiene los ojos azules,

               Yo mismo tengo los ojos azules

               e incluso el gato tiene los ojos azules.

               Cuando nos sentamos a la mesa

               nuestra casa parece un cielo azul».

 

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: D Jonez)

 

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