La vieja frase: «No puede haber tristeza, cuando nace la Vida» fue escrita sobre la Navidad. Esta o es una poción de vida o no es más que bacalao y tostadas francesas.

Mucha gente importante considera la Vida como un saco que va llenando de mil actividades y fatigas, entretenimientos y cuidados, desplazamientos y compromisos. Según Bernanos, hoy se da precisamente lo contrario de lo que sucedió hace dos mil años: «En Navidad, Dios se hizo hombre; en la civilización moderna, el hombre se hizo máquina».

En efecto, hoy tenemos máquinas para informarnos, máquinas para distraernos sin esfuerzo, máquinas que nos transportan de un lado a otro, máquinas que, en la fábrica o en la oficina, nos imponen gestos «maquinales». Lo peor es que, cuando se vive con máquinas, somos casi puras máquinas.

Al menos la Navidad nos lleva a cultivar sueños coloridos, en medio de multitudes tontas y apresuradas. La Navidad nos ofrece un Niño, para que volvamos a dar saltos de alegría. Ese Niño despierta al niño que duerme en cada uno de nosotros.

Por ese motivo, me supo a pastel de Belém el texto que un amigo me envió de Brasil y a que di la vuelta a mi manera:

 

«Vengo a renunciar oficialmente como adulto.

Quiero recuperar el encanto de las pequeñas maravillas de esta tierra.

Quiero creer que el mundo es justo y que todas las personas son honestas y amables.

Estoy harto de ordenadores que también fallan, de diluvios de papel, de noticias deprimentes, de citas inaplazables, de sueños mal dormidos.

Estoy harto de la competencia y la envidia, de la rivalidad y, más aún, de la hipocresía.

Quiero de vuelta la idea de que Dios está en el cielo y que, por eso, todo anda más derecho sobre la tierra.

Quiero ir a la taberna de la esquina y pensar que vale más que un restaurante de cinco estrellas.

Quiero viajar alrededor del mundo en un barquito de papel, navegando por un charco dejado por la lluvia. Quiero arrojar piedras al arroyo y tener el humor para mirar las olas que hacen.

Quiero ser feliz cuando madura la primera cereza y pasar las tardes de verano a la sombra de un roble, entre rosas bravas y con mis amigos.

Quiero volver al tiempo en que todo lo que sabía era el nombre de los colores, la tabla de multiplicar y el Ave María, y eso no me molestaba en absoluto, por no tener la menor idea de cuántas cosas ignoraba.

Quiero creer en el poder de las sonrisas, de las palabras amables, de la verdad, de la justicia, de la paz, de los sueños a cantar; y pensar que dan más felicidad que el dinero y la grandeza.

Estoy harto de preguntas sobre mi carrera, cuánto gano, cuánto vale mi casa, qué relaciones sociales mantengo. Nadie me pregunta por mi colección de mariposas, si sé silbar o si mi casa tiene flores en las ventanas y golondrinas en los aleros del tejado.

Estoy harto de esta sociedad glacial, dirigida por la burocracia y gestionada por burócratas. Quiero encender un fuego de ternura y de sencillez.

Así que aquí están las llaves del coche, las recetas del médico, el talonario de cheques, las tarjetas de crédito, la lista del supermercado, los diplomas y las insignias, el teléfono móvil, la agenda, el reloj.

Renuncio a esta loca vida de adulto.

Y este asunto estoy dispuesto a discutirlo, amigo/a, pero con una condición: ¡dimite también!».

 

Abílio Pina Ribeiro, cmf

(FOTO: Alex Radelich)

 

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